La luz del Arsenal. (Un cuento de Navidad)– (Pepe Fernández del Campo)

Pepe Fernández del Campo

Aquella Navidad llegó a Ferrol envuelta en lluvia fina, de esa que no cae, sino que se queda flotando en el aire, como si la ciudad respirase agua. En la calle Real, los escaparates estaban encendidos, pero en ellos se adivinaba una quietud distinta, como si Ferrol respirase más despacio. La gente caminaba deprisa, con el cuello del abrigo subido y la mirada baja, como si el frío viniera de dentro.

Manuel vivía solo desde hacía dos inviernos. Desde que enviudó, la casa del barrio de Esteiro se había quedado demasiado grande para un hombre que ya no hablaba en voz alta. Había sido calderero en Bazán, luego en Navantia, treinta y cinco años de hierro, ruido y turnos de noche. Ahora solo quedaban las manos deformadas y el silencio.

La Nochebuena siempre había sido sagrada. El bacalao, el vino, la radio puesta en bajo, ella moviéndose por la cocina sin dejar de hablar. Ese año, Manuel no puso el mantel. Calentó una sopa y se sentó frente a la ventana. Desde allí se veía, a lo lejos, la luz fija del Arsenal. Le había acompañado toda la vida. Cuando entraba de madrugada del astillero, cuando volvía del hospital, cuando llevaba a los niños de la mano. Aquella luz no fallaba
nunca.

A las ocho llamaron a la puerta.

Manuel no esperaba a nadie. Pensó en no abrir. Pero el timbre volvió a sonar, corto, educado. Al otro lado estaba Lucía, la vecina del tercero. Tenía veintisiete años, una niña pequeña y demasiadas ojeras para su edad. Se había mudado hacía poco. Su marido se había marchado a trabajar fuera y no había vuelto.

—Perdone, don Manuel —dijo—. Se me ha estropeado el calentador. No sé a quién llamar hoy.

Manuel no respondió. Se hizo a un lado y la dejó pasar.

El viejo calentador no tenía arreglo, pero nadie lo mencionó. Manuel sacó una manta, puso agua a hervir y calentó leche. La niña, Alba, se sentó en el suelo y empezó a jugar con un barco viejo que Manuel había conservado desde que era pequeño. Nadie preguntó por qué seguía allí.

Cenaron los tres. Poco, sencillo. Pan, sopa, algo de embutido. Lucía habló despacio, con cuidado, como si temiera romper algo invisible. Manuel apenas hablaba, pero escuchaba. Y eso, en Ferrol, ya es una forma de compañía.

A las doce, desde la radio sonó un villancico antiguo. Manuel se levantó y encendió la lámpara del pasillo, la que llevaba apagada dos años. La casa cambió de repente. No era felicidad. Era algo más pequeño, más real. Era calor.

Cuando Lucía y la niña se fueron, Manuel volvió a la ventana. La lluvia seguía cayendo. El Arsenal seguía iluminado. Pero esa noche, por primera vez desde que enviudó, Manuel no se sintió solo en la ciudad.

Al día siguiente, día de Navidad, encontró una nota bajo la puerta. Una letra infantil, torpe. “Gracias por la luz.”

Manuel sonrió sin darse cuenta. Y entendió algo que había aprendido tarde. Que a veces la Navidad no trae lo que se perdió, pero sí devuelve el sentido. Como Ferrol. Como esa luz que siempre permanece encendida, incluso cuando parece que todo lo demás se apaga.

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