Enrique Barrera Beitia
Nací en abril de 1955, tres años después de que España suprimiera la cartilla de racionamiento, y mi juventud se desarrolló en una novedosa sociedad de consumo que ya estaba agrietándose por la crisis del petróleo de 1973.
Cuando murió Franco, el Colegio Universitario de Soria donde cursaba estudios suspendió las clases y adelantó las vacaciones de Navidad. Antes de regresar a nuestras casas festejamos la muerte del dictador con una botella de cava. Ningún remordimiento por ello, ni entonces ni ahora. Fue necesario el fin de la Alemania nazi para que dejara de fusilar a mansalva.
Sabíamos que su muerte era el pistoletazo de salida hacia unos cambios políticos, en cuya orientación y profundidad queríamos intervenir, pero ignorando hasta donde seríamos capaces. Su muerte no trajo
automáticamente la Democracia porque, aunque murió en la cama, su dictadura murió en la calle, donde el peligro venía cada vez más de los grupos armados de extrema derecha, y cada vez menos de la Guardia Civil o de la Policía Armada (la actual Policía Nacional).
Un compañero de piso tuvo la ocurrencia de liarse con la sobrina del comisario, agrandando la brecha de seguridad de por sí endeble en una ciudad tan pequeña. Se llamaba Ignacio, y un día me abordó en la calle y me insinuó amigablemente que sabía de mis andanzas políticas. Ya barruntaba un cambio de régimen y quería llegar con buena fama, nadando y guardando la ropa. Pero eso era en una tranquila capital de provincia, porque siguió habiendo presos políticos en las cárceles y los partidos tardaron en ser legalizados, de manera que algunos tuvieron que recurrir a candidaturas blancas para presentarse en las elecciones celebradas en junio de 1977.
La Transición tiene mala fama entre parte de la izquierda, pero yo la defiendo porque cedimos hasta el límite de lo posible, y porque también les hicimos ceder. Un historiador dijo que ellos saltaron al campo con Messi, Iniesta y Casillas, y nosotros con Tato Abadía, Paquete Higuera y Burrito Ortega. Les sacamos un empate y encima se quejan de nuestra falta de ambición. Es verdad que los partidarios de la democracia crecíamos aceleradamente, pero los aperturistas que reconvirtieron la dictadura en dictablanda se apoyaban en una sociedad donde demasiada gente tenía miedo a la libertad. Por eso no hubo depuración de fuerzas policiales ni del ejército, y la monarquía venía forzosamente incluida en el kit.
También es cierto que en contrapartida tuvieron que aceptar las autonomías, y que la monarquía parlamentaria no dejaba de ser una democracia homologada a las europeas. Los que ahora consideran que la Transición fue un fracaso por dejadez de la izquierda no estaban allí en esos momentos, y a los que estábamos nos importaba más el fondo que las formas.
Pero además, siendo una España que todavía celebraba que hubiera vencedores y vencidos en la guerra, recuerdo que había un respeto que hoy ha desaparecido. Incluso en esa especie de imprevisible ilegalidad consentida, hablábamos con las personas que luego crearían la extinta UCD, que ciertamente procedían más de la administración del Estado que del franquismo ideológico, y aunque no estuviésemos de acuerdo con lo que planteaban les reconocíamos que eran sinceros. Pensábamos que aunque estuvieran equivocados actuaban de buena fe y, más aún, estoy seguro que ellos pensaban lo mismo de nosotros. Más allá de esos “aperturistas”, seguía siendo peligroso hablar.
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