La pirámide demográfica de nuestro país ha cambiado, y con ella, la realidad social. Las personas mayores ya no son una minoría, sino un segmento creciente y fundamental de nuestra población, portador de una inmensa riqueza en experiencia y sabiduría acumulada a lo largo de los años. Este hecho, lejos de ser un desafío, debe ser visto como una oportunidad y, sobre todo, como un recordatorio de nuestra responsabilidad colectiva hacia quienes han construido los cimientos de nuestro bienestar actual.
Tradicionalmente, la figura del mayor ha estado ligada al respeto y al cuidado familiar. Sin embargo, los vertiginosos cambios sociales, la dispersión geográfica de las familias y, en ocasiones, un enfoque excesivamente individualista de la vida moderna, han ido diluyendo estos lazos, abriendo brechas que, como sociedad, estamos obligados a cerrar. El edadismo, o discriminación por edad, es un prejuicio silencioso que a menudo se manifiesta en la exclusión, la falta de atención o la subestimación de sus capacidades, y que debemos combatir activamente.
Nuestros mayores se enfrentan a retos significativos que demandan acciones concretas: la soledad no deseada, la brecha digital que los desconecta de servicios esenciales y relaciones sociales, y la necesidad de una atención integral que abarque tanto aspectos sanitarios como sociales, garantizando su autonomía y dignidad. La falta de adaptación de ciertos servicios, como hemos visto en el sector bancario, es un ejemplo claro de cómo la sociedad a veces les da la espalda, obligándolos a navegar por sistemas complejos y poco accesibles.
La respuesta no recae únicamente en las instituciones públicas, aunque su papel es crucial en el desarrollo de políticas de envejecimiento activo, dependencia y pensiones justas. La respuesta nos implica a todos: a las familias, a los vecinos, a las empresas y a los medios de comunicación. Debemos fomentar una cultura de inclusión social que valore su participación y reconozca su diversidad, entendiendo que la vejez no es una carga, sino una etapa vital con sus propias particularidades y potencialidades.
Es imperativo que garanticemos que cada persona mayor se sienta cuidada, valorada y parte activa de nuestra comunidad. Su bienestar es el reflejo de la salud moral de nuestra sociedad. Cuidar de ellos no es un simple acto de caridad, es un ejercicio de justicia y reciprocidad. Es asegurar que el legado que nos dejan perdure en una sociedad más humana y solidaria.
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