José Carlos Enríquez Díaz
En los últimos tiempos, incluso el cardenal Rouco Varela manifestó su deseo de que los niños pudieran recibir la confirmación a los 12 años, buscando así no dilatar el tiempo entre la primera comunión y la confirmación. Con ello pretendía que la iniciación cristiana de los más pequeños se viviese como un proceso continuo, sin rupturas. Sin embargo, aunque esa intención pastoral nacía de un sincero deseo de acercar la fe a los jóvenes, también nos invita a mirar más allá de la organización de los sacramentos y a preguntarnos por el fondo real de la cuestión.
Porque, en el fondo, lo importante no son los números, ni el hecho de que más o menos niños reciban los sacramentos a cierta edad. Lo que verdaderamente importa es llegar al corazón de las personas, ponerlas a los pies de Cristo y ayudarles a fortalecer su fe. Si no hay evangelización, si no se despierta el hambre de Dios, ninguna programación pastoral, por bien intencionada que sea, podrá dar fruto duradero. Los niños pueden hacer la primera comunión o la confirmación, pero si no se encuentran con el Señor, si nadie les enseña a amarle, se irán igualmente, porque lo que falta no es tiempo entre sacramentos, sino vida interior y experiencia viva de fe.
Y como veremos más adelante, no se trata de formar comunidades de masas, sino comunidades de creyentes auténticos, de hombres y mujeres que, desde su libertad, descubren el rostro de Cristo y lo siguen con decisión.
Durante siglos, la práctica habitual del bautismo de niños ha sido una constante en la Iglesia. Pero esa costumbre, al generalizarse y desligarse de un proceso real de fe, ha provocado una cierta confusión teológica y pastoral. Muchos han reducido el bautismo a una costumbre familiar o social, perdiendo de vista su sentido profundo: el encuentro personal con Cristo y la entrada en la comunidad de los creyentes.
Hoy, buena parte de los bautizados piensan que lo esencial del bautismo es borrar el pecado original, cuando en realidad ese es un aspecto secundario. Lo fundamental es nacer a una vida nueva en Cristo, dejarse transformar por su gracia y comenzar un camino de fe consciente y libre.
Al masificarse el bautismo infantil sin un acompañamiento catequético real, la Iglesia corre el riesgo de convertirse en una institución social más, donde conviven creyentes comprometidos y personas que apenas saben lo que significa su fe. Así, ser cristiano se ha vuelto algo tan corriente que apenas tiene significado profundo. El bautismo, que debería ser el punto de partida de una existencia renovada, se convierte a menudo en un gesto social desprovisto de su dimensión espiritual.
Cuando todos “pertenecen” a la Iglesia por inercia, desde quien vive el Evangelio con pasión hasta quien lo ignora o lo rechaza, la comunidad pierde su fuerza transformadora. Deja de ser un grupo de discípulos que se aman y se acompañan, para convertirse en una multitud donde la fraternidad, la oración y el compromiso pierden peso. Esa es, quizás, una de las grandes heridas del cristianismo actual: una Iglesia que mantiene sus estructuras, pero que en ocasiones ha perdido el fuego interior del seguimiento de Jesús.
Como señalaba José María Castillo, el mayor peligro de esta práctica indiscriminada es que la Iglesia ha dejado de ser, en la práctica, una comunidad viva de creyentes, para transformarse en una masa indiferente de bautizados sin conversión. Y así, el sacramento que debería orientar toda la vida cristiana se convierte en una simple tradición.
Por eso, es tan esperanzador que cada vez más adultos soliciten el bautismo. En ellos resplandece de nuevo la autenticidad del sacramento, porque su decisión nace de una búsqueda personal, libre y consciente. En cada uno de estos adultos que piden ser bautizados, la fe deja de ser una herencia para convertirse en un encuentro. El bautismo adulto nos recuerda que la fe no se impone ni se transmite mecánicamente, sino que se acoge, se vive y se celebra desde la libertad interior.
La experiencia de la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol
En la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, este signo de renovación se está haciendo visible. A lo largo de los últimos cuatro años, más de ocho adultos han recibido el bautismo, testimonio vivo de que el Espíritu sigue actuando en medio de una sociedad secularizada y sedienta de sentido.
Estas celebraciones tienen lugar habitualmente en el tiempo pascual, y de modo especial durante la Vigilia Pascual del Sábado Santo en la catedral de Mondoñedo. En esa noche de luz y esperanza, los nuevos cristianos reciben también la confirmación y la eucaristía, completando el camino de la iniciación cristiana. Por la importancia del momento, la ceremonia suele estar presidida por el obispo diocesano, signo de unidad y comunión con toda la Iglesia.
Las motivaciones de quienes piden el bautismo son diversas: algunos provienen de otros países y no tuvieron la oportunidad de ser bautizados; otros, tras un proceso de búsqueda y reflexión, han descubierto el amor de Dios y desean comprometerse con Él. En todos los casos, el deseo es el mismo: vivir una fe auténtica y consciente.
Antes de recibir el sacramento, los candidatos recorren el catecumenado, un tiempo de formación y acompañamiento que los introduce en la oración, en la comunidad y en la vida fraterna. No se trata solo de aprender, sino de vivir, de descubrir la alegría de la fe y de dejar que el Evangelio transforme la propia existencia.
Acompañamiento y contacto pastoral
Toda persona adulta que desee recibir el bautismo o informarse sobre este proceso puede hacerlo en su parroquia, o dirigirse al correo electrónico de la Delegación de Catequesis y Catecumenado:
dcatequese@mondonedoferrol.org
En el arciprestazgo de Ferrol, el acompañamiento está a cargo del sacerdote Alejandro Ruiz, párroco de la Unidad Pastoral de El Pilar y Caranza, quien ofrece acogida y orientación personal a quienes desean iniciar este camino. Para más información:
parroquiadecaranza@mondonedoferrol.org
Tal vez esta sea una señal de esperanza: mientras muchos viven un bautismo heredado sin conciencia de su sentido, otros redescubren hoy la belleza de renacer en Cristo desde una decisión libre y madura. En estos nuevos catecúmenos late la semilla de una Iglesia más viva, más fiel al Evangelio y más parecida a la comunidad que soñó Jesús: una familia de creyentes que se aman y caminan juntos tras sus pasos.
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