Lucas Molina Franco
Nunca llegué a saber su nombre. Sus amiguitos me lo apuntaron en un trozo de papel con caracteres árabes mal escritos. No tendría más de siete u ocho años de edad, su mirada era dulce y su cuerpo, frágil; mantenía entre sus manos una pequeña banderita con los colores de su país en una emocionante entrega de juguetes en el Orfanato “Sargento Juan Antonio Abril Sánchez”, en el centro de la ciudad afgana de Qala i Naw.
El 31 de agosto de 2012 hacía ya más de una semana que el que les escribe estas líneas recorría las hostiles y calurosas tierras de Afganistán, junto a un grupo de periodistas españoles de varios medios, compartiendo experiencias con los militares del contingente español ASPFOR XXXI. Eran paracaidistas y realizaban la misión en la moderna base «Ruy González de Clavijo», emplazada a las afueras de Qala i Naw, al lado del aeropuerto. Para los que no lo sepan, Ruy González de Clavijo fue enviado a Samarkanda en 1403 por el rey castellano Enrique III de Trastámara, a negociar con Tamerlán, el entonces gobernante más poderoso del mundo islámico, con el fin de encontrar aliados frente a la expansión otomana.
Visitamos multitud de lugares en la provincia de Badghis, asistimos a labores humanitarias en aldeas remotas, conocimos cómo trabajaban los soldados españoles en los puestos avanzados de Muqur y Ludina, e incluso estuvimos en una conferencia de prensa con el gobernador de la provincia –un enorme afgano de etnia pastún, que parecía uno de los protagonistas de «Gorilas en la niebla»– y su jefe de comunicación, un taimado personaje, pequeño, con ojos muy vivos y mirada penetrante, que me recordó a «Tiñoso», aquel malo de la serie de dibujos «Érase una vez el hombre», siempre presto a meter en problemas al grandullón por sus malas artes.
Una de las últimas actividades programadas en nuestro viaje fue, precisamente, la visita al orfanato de la ciudad que llevaba el nombre de un suboficial español caído en acto de servicio en Murgab, en 2007. El mando del contingente español había promocionado la entrega de regalos a los niños allí acogidos, y habían pagado la factura los contratistas afganos que surtían a la base española, una buena manera de que éstos apoyaran a aquellos críos y de paso, lavaran sus conciencias.
Como ya era costumbre a diario, montamos en los blindados RG-31 y salimos de la Base en dirección al orfanato, con nuestra escolta, los miembros de la oficina de comunicación del contingente y el equipo CIMIC, especializados en cooperar con la población civil.
Al llegar nos recibió la directora –la única mujer afgana a la que vi la cara en todos aquellos días–, junto a sus tres o cuatro colaboradores. En aquel caserón de una sola planta, destartalado y viejo, pero muy digno para lo que en Afganistán se estila, se alojaban y aprendían un centenar de niños y niñas, cuyas caras eran un poema. Un grupito de criaturas, vestidas con lo mejor que tenían, nos dio la bienvenida en su idioma, leyendo unas cuartillas y cantando al unísono una melodía con vocecitas atipladas y con ese miedo escénico de los niños que no saben si lo están haciendo bien; al terminar la canción todos se llevaron sus manos a la sien, en una suerte de saludo militar. Paseamos por las aulas y vimos mucha miseria y mucha tristeza, atenuada, en parte, por la fiesta que se había preparado, pero era algo inevitable y se reconocía fácilmente en las caras de muchas de las criaturas que nos observaban. ¡Estábamos en un orfanato de una de las ciudades más pobres del país más pobre de la tierra!
Y llegó el momento de entregar los juguetes a todos y cada uno de aquellos críos, que era lo que estaban deseando desde el primer minuto. Mientras capturaba imágenes con mi Nikon, el visor me mostró una niña que hasta aquel momento había pasado desapercibida y en pocos segundos, me enterneció. Su cuerpecito frágil y su tranquilidad infinita frente al resto de huérfanos de aquel lugar me llamaron la atención. No se inmutaba ante la avalancha de niños y niñas que se movían desordenadamente a su alrededor en busca de los regalos. Permanecía inmóvil como esperando que hubiera tranquilidad para adelantarse a por su juguete. Cuando vio que la enfocaba con la cámara, esbozó una sonrisa cautivadora. Inmortalicé con mi Nikon el momento y le hice varias fotos entre la multitud de niños. Una teniente del contingente se dio cuenta de la situación y se puso con ella, para que le hiciera un retrato más tranquilo.
Al día siguiente coincidí en un acto militar con el cónsul español en Herat y le interrogué sobre la posibilidad de traer a España a la criatura y darle un hogar. Fue taxativo; no había convenio internacional de adopción entre España y Afganistán. Pero si hubiera existido, la religión islámica impediría que un cristiano la sacara de aquel
lugar para darle otra vida.
Aquella niña de apenas siete u ocho años será hoy una jovencita veinteañera en el país de los Talibanes. Pero nunca podremos volver a ver su cara de ángel. Llevará burka.