Federico Quevedo-(El confidencial)- DOS PALABRAS
Si entre los miembros del Gobierno de Mariano Rajoy había uno de quien prácticamente nadie dudaba de su capacidad para agradar a tirios y troyanos, de conseguir el aplauso a diestra y a siniestra, ese era Alberto Ruiz-Gallardón, alcalde de Madrid hasta que el actual presidente lo llamó para ser ministro de Justicia, tras haberle acompañado en los primeros puestos de la lista del PP por Madrid en las elecciones generales, algo que el exregidor venía ambicionando desde antes de aquella famosa escena del ascensor en Génova 13 con Esperanza Aguirre (hablamos del preludio de las elecciones de 2008, como el lector recordará).
De Gallardón siempre se ha admirado esa capacidad innata suya para conseguir el voto de la derecha y el reconocimiento de la izquierda, hasta el extremo de que para la prensa próxima al PSOE siempre fue el candidato idóneo para suceder a Rajoy cuando, tras las elecciones de 2008, se movilizaron las distintas corrientes del partido en su contra, con poco éxito. Sin embargo, desde que accedió a la titularidad del Ministerio de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón es otro. No sé si ha cambiado él o le han cambiado las circunstancias, ni siquiera me atrevería a asegurar cuál es el auténtico Gallardón, si el de ahora o el de antes, o a lo mejor es que va de suyo ese perfil hipócrita y cínico con el que ha conseguido engañar a todo el mundo.
Lo cierto es que ya en su nombramiento apuntó maneras, dejando en la estacada a todo el equipo que le acompañó durante largos años, desde los tiempos de la oposición en la Comunidad de Madrid, luego como presidente y después como alcalde de la capital. En algunos casos, más de veinte años a su lado para, al final, recibir una patada en salva sea la parte.
Pero el caso es que el nuevo Alberto Ruiz-Gallardón, ministro de Justicia, ha conseguido ponerse en contra a media humanidad e, igual que antes recibía el aplauso a diestra y a siniestra, ahora recibe de los dos bandos el rechazo y la reprobación, hasta el extremo de que todas las asociaciones implicadas en la Justicia -jueces conservadores, jueces progresistas, colegios de abogados, asociaciones de fiscales…- le han dado por muerto, políticamente hablando, y han optado por trasladar directamente sus quejas al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy.
¿Qué ha hecho para merecer tanta queja? Pues es bien sencillo: todo lo contrario de lo que se suponía que iba a hacer. De Gallardón se esperaba talante, diálogo, consenso… No ha habido nada, absolutamente nada de todo eso. De Gallardón se esperaba conocimiento de los problemas de la Justicia, de las causas de su atasco, de las razones por las que obtiene tan mala calificación por parte de la ciudadanía, de las carencias en cuanto a independencia y neutralidad… Tampoco ha habido nada. De hecho, lo único que aparentemente hizo bien el ministro fue elegir a Torres Dulce como Fiscal General del Estado con el beneplácito de casi todo el mundo, pero a partir de ahí no ha conseguido otra cosa que ganarse cada vez más enemigos.
¡Y vaya si lo tenía relativamente fácil…! De hecho, empezó su andadura con cierta fuerza prometiendo actuar en el terreno de la independencia del Poder Judicial, avanzando reformas importantes como la de la pena perpetua revisable y la Ley del Aborto, anunciando otras de calado como la de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, pendiente desde la pasada legislatura, y asegurando que sustraería el nombramiento de los jueces del marco político. Y no ha hecho nada. Todo se ha quedado en bonitas palabras, en falsas promesas y, en algunos casos como el de la independencia del Poder Judicial, escandalosas rectificaciones.
El ‘tasazo’ de la discordia
Su único mérito ha sido ese tasazo con el que el ministro del ramo ha conseguido llevarse por delante uno de los principios esenciales de la Justicia con mayúsculas: el de la equidad. Si la Justicia no puede ser igual para todos, y deja de serlo cuando los ciudadanos no pueden pagarla, entonces no es Justicia. Es, probablemente, la peor de todas las medidas que ha tomado este Gobierno a propuesta de Alberto Ruiz-Gallardón, y lo es porque los ciudadanos no tienen ni siquiera la opción de la alternativa. Solo existe un camino para la Justicia y, si ese camino se siembra de obstáculos, se eliminan también los otros dos principios básicos de nuestro Estado de Derecho, la universalidad y la gratuidad de un servicio que solo puede prestarse desde el sector público.
Y encima, con eso ni se arreglan los problemas que sufre nuestra Justicia, que hubieran requerido una reforma en profundidad de un sistema obsoleto que arrastra todavía carencias heredadas de los años del franquismo. Y por si ya se había creado pocos problemas con jueces, fiscales y abogados, el indulto a cuatro mossos d’esquadra que torturaron a un ciudadano al que confundieron con un atracador -hechos que fueron probados y los agentes condenados con penas de más de cuatro años de prisión ratificadas por el Tribunal Supremo- ha venido a aumentar la reprobación profesional y ciudadana contra el ministro de Justicia, y la indignación ante lo que cualquiera con un mínimo sentido de lo que es y lo que debe ser el Estado de Derecho y el papel de sus instituciones considera una violación gravísima del más elemental sentido democrático.
Es tal el grado de insatisfacción que está generando Alberto Ruiz-Gallardón que no son pocas las voces que, incluso dentro de su partido, se están levantando contra él, pidiendo al mismísimo presidente del Gobierno su cese. Rajoy tiene un problema, y lo sabe. Él no quiere actuar contra el criterio del titular de Justicia porque, en buena interpretación del papel que cada uno tiene en el Consejo de Ministros, Rajoy respeta la autonomía de todos y cada uno de los miembros de su Gabinete a la hora de tomar las decisiones, pero es consciente de las críticas que suscita y de que no va a poder sostener por mucho más tiempo a un ministro de Justicia al que ya no respeta ninguno de los departamentos que gobierna.