José Carlos Enríquez Díaz
Cada 14 de febrero, millones de personas alrededor del mundo celebran el Día de San Valentín, una fecha que, con el paso del tiempo, ha adquirido una marcada impronta comercial. Tiendas adornadas con corazones rojos, promociones especiales en restaurantes y ofertas de regalos aparentemente indispensables intentan definir el amor a través de obsequios materiales. Sin embargo, esta narrativa superficial contrasta profundamente con la esencia del amor verdadero, un concepto que va más allá de las tarjetas y los chocolates, y que nos invita a reflexionar sobre su significado más puro.
El amor auténtico, ese que no puede ser envuelto en papel brillante ni reducido a un ramo de flores, está lleno de matices que merecen ser explorados. En palabras de San Agustín, “Ama y haz lo que quieras”, una expresión que encapsula la idea de que el amor verdadero nace desde el interior y dirige todas nuestras acciones hacia el bien. Para San Agustín, el amor no era una emoción pasajera ni un deber impuesto, sino una elección que transforma. Cuando el santo visitaba una casa, se dice que lo primero que observaba era el ambiente de amor entre las personas. No le importaban los muebles ni la riqueza material, sino el tipo de relación que existía entre quienes vivían allí. ¿Había respeto? ¿Había entrega? Para él, esto era la base de una vida digna.
En nuestra sociedad actual, la celebración del Día de San Valentín a menudo parece olvidar este principio. Las campañas publicitarias nos venden la idea de que el amor se mide en función del precio del regalo. Pero, ¿cuántas relaciones han encontrado realmente sustento en un anillo costoso o en un ramo de rosas? El verdadero amor no está en lo que se da, sino en el cómo se da. Implica sacrificio, comprensión, paciencia y una búsqueda constante del bien del otro.
Los regalos, aunque pueden ser expresiones de afecto, no deberían ser el centro de esta celebración. Un ejemplo claro lo vemos en parejas que, a pesar de no tener recursos, construyen juntos una vida llena de sentido. Aquellos que aprenden a amar en las pequeñas cosas —como un café compartido al amanecer, un abrazo al final de un día difícil o simplemente escuchar sin interrumpir— viven el amor en su forma más pura. Es en esos gestos diarios donde el amor se convierte en una fuerza transformadora, capaz de trascender cualquier fecha del calendario.
El mensaje de San Agustín también nos recuerda que el amor no debe confundirse con el apego o el deseo de poseer al otro. El amor verdadero respeta la libertad y busca el crecimiento mutuo. No se aferra a las expectativas irreales ni se rinde ante las dificultades. Más bien, es un compromiso activo de cuidar y construir, incluso en los momentos más oscuros. Este tipo de amor no necesita de un día especial para ser celebrado, porque se vive y se renueva cada día.
Por otro lado, es fundamental reconocer que el amor no se limita únicamente a las relaciones románticas. San Valentín también puede ser una ocasión para celebrar el amor en todas sus formas: el amor entre amigos, el amor filial, el amor hacia uno mismo y el amor hacia la humanidad. La sociedad a menudo subestima la importancia de estos lazos, pero son igualmente vitales para nuestra felicidad y bienestar. San Agustín, en sus escritos, también hablaba del amor a Dios y al prójimo como el principio más elevado de la vida cristiana. Este tipo de amor, desinteresado y universal, es una fuente inagotable de inspiración para quienes buscan un mundo más justo y compasivo.
En este Día de San Valentín, tal vez sea momento de volver a las raíces, de redescubrir la verdadera esencia del amor. Esto no significa rechazar los regalos o las tradiciones, sino darles un nuevo significado. Un regalo que brota del corazón —como una carta escrita a mano, una conversación profunda o un acto de servicio— tiene mucho más valor que cualquier objeto costoso. El amor no necesita ser grandioso ni perfecto; necesita ser real. Como decía San Agustín, lo que importa no es el papel ni la apariencia, sino la intención y la autenticidad que hay detrás de cada gesto.
En un mundo que nos bombardea con mensajes de consumismo, es esencial recordar que el amor verdadero no se puede comprar ni medir. Es una fuerza que une, sana y da sentido a nuestras vidas. En lugar de dejarnos llevar por la presión de cumplir con expectativas superficiales, aprovechemos este día para cultivar relaciones genuinas, para valorar a quienes nos rodean y para expresar nuestro amor de maneras que realmente importen. Al final del día, lo que queda no son los regalos, sino las memorias y las conexiones que hemos creado. Eso es lo que hace del amor el regalo más valioso y eterno. Porque ni los mismos papeles de una iglesia representan nada cuando no hay amor, ya que sin el verdadero amor esos documentos son solo tinta sobre papel, sin alma ni significado. Lo que da valor a cualquier compromiso o ceremonia es el amor que se vive y se comparte, mucho más allá de lo escrito.