Cuento de Navidad de un Ferrol de antaño

María Fidalgo Casares

(Hace años escribí en Galicia Ártabra este cuento ferrolano de Navidad . Hoy, por tantos mayores que ya no están.. lo vuelvo a compartir).

El joven mugardés, casi un niño, hijo de la peixeira, volvía a casa por Navidad en el “coche de línea”. Somnoliento, en la parada de Pontedeume atisbó por los húmedos cristales el gran café Martiño con gente sonriente tomando chocolate con churros… hasta le pareció percibir el inconfundible aroma a puro cacao… Algunos de los pasajeros voceaban al subir ¿Va por Larage? … El repleto autobús cruzó lentamente el que fuera el puente medieval con más arcadas de Galicia erigido por los poderosos Andrade.

Volvió a dormirse y cuando despertó ya estaba cruzando el Puente de las Pías. En seguida divisó la circular Plaza de España y reconoció con emoción el perfil de su ciudad que parecía abrir sus brazos para él dándole una cálida acogida. Ante la soberbia estatua ecuestre, cuya cotidianidad había llegado a impersonalizar al jinete, cientos de personas subían y bajaban de los autobuses aparcados en las aceras. Entre los equipajes, productos del campo y mujeres que los cargaban en cestos a la cabeza. Al recoger su gastada maleta de cuero le deslumbró un cielo de neón surcado por tintineantes monedas que caían en una brillante hucha.

Sintió no haber podido llegar de día y oír las Sirenas de Bazán o la Fenya que marcaban determinadas horas y que tanto había llegado a echar de menos en la nueva ciudad, pero aún tenía tiempo para pasear y pudo, como le indicó su madre- sin molestar-, dejar su boletín de notas en casa de Don Constantino Lobo que tanto había intercedido por él, y por otros hijos de pescadores para que le dieran la beca de estudios.

Enfiló la calle Real, que como siempre estaba repleta de gente que iba y venía, salpicada de decenas de marineros y uniformes multicolores, los escaparates lucían sus mejores galas y las guapas ferrolanas, espléndidamente vestidas- corroboró que como se decía seguían siendo las más guapas de Galicia-. Paseaban arriba y abajo como habían hecho sus madres y las madres de sus madres.

Continuó el trayecto cruzando la Plaza de Armas y pasó junto a la escalinata del Palacio Municipal, regio edificio que tanto le gustaba sobre todo en Navidad, y que le recordaba a la Puerta del Sol de Madrid. Lucía pletórico y soberbio con la iluminación navideña y las gráciles figurillas que coronaban su gran reloj.

Después llegó a Amboage, y se permitió el lujo de comprar un cartuchito de castañas asadas que le calentaron los bolsillos de su abrigo heredado. La viejiña de las trenzas blancas entraba en el portal de los Casares, y adivinó que iba recitando su cantinela habitual “Nunca chejamos a ricos”. Se asomó a la Librería Orjales inundada de tarjetas de Navidad de Ferrándiz, y yendo ya hacia la calle San Francisco, sonrió al ver la ruidosa cola de niños que esperaban impacientes para ver el Belén de la Orden Tercera de Alfredo Martín mientras los graznidos de los pavos reales del Parque ponían su peculiar banda sonora… Más abajo, las puertas bamboleantes de las tascas del Ferrol Viejo dejaban ver los suelos llenos de serrín, ambientes cargados de humo y de paisanos entonando las clásicas habaneras ferrolanas.

Iba tan ensimismado saboreando su ciudad que tuvo que echar a correr por la cuesta  para no perder la  última lancha diaria para Mugardos. Cuando llegó al muelle, había un gentío esperando las del Seijo, Maniños, San Felipe… y regresar a casa llenos de paquetes con las compras navideñas y una lancha atracaba procedente de la villa mugardesa con dos pandillas de adolescentes que, después de pasar allí la tarde, volvían cantando con sus guitarras. Una de ellas todavía entonaba los últimos acordes del Anduriña de Juan y Junior.

El encargado de la nave le tendió sus férreas manos callosas para que subiera a bordo y se mojó el dedo para arrancar del talonario el pequeño billete del pasaje… Pagó satisfecho, se acomodó en la popa y al iniciar la marcha, fue contemplando la estela de la espuma del agua, dejando a su espalda el personalísimo perfil de la ciudad silueteado por la poderosa Fábrica de Lápices.

Muy pocos minutos después, en el muelle de la villa mugardesa, su madre le esperaba ansiosa con los brazos abiertos. Ya estaba en casa. Allí estaba su hogar, donde se acaba el mar.
 

 

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