¿Con qué nos rearmamos?

Enrique Barrera Beitia

EE.UU exige a los miembros de la OTAN aumentar el gasto militar a un mínimo del 2% de su PIB para hacer frente a las supuestas amenazas expansionistas de Rusia, lo que debería abrir el debate sobre si la actual doctrina militar debe modificarse ante las nuevas realidades bélicas.

En Irak y Afganistán la OTAN se enfrentó a enemigos muy débiles en términos militares, y posteriormente se ha limitado a realizar “operaciones quirúrgicas” puntuales sobre objetivos muy concretos, premiando la precisión del armamento en una especie de guerra aséptica con el mínimo de bajas propias. El problema de esta “guerra Nintendo” es que desaparece cuando te enfrentas a un enemigo
que dispone de recursos y plantea una guerra convencional con uso masivo de infantería; en estos casos se
mantiene la vigencia del conocido lema “la artillería desaloja y la infantería ocupa”. La guerra de Ucrania, como cualquier otra de alta intensidad que se haya librado en el pasado, nos está enseñando que las armas más caras terminan siendo minimizadas por contrapartidas tecnológicas más baratas. Esta realidad debería priorizar el aumento de la cantidad sobre la mejora cualitativa del armamento, pero el complejo militar occidental se opone a este giro conceptual por la sencilla razón de que no le resulta rentable.

Hagamos un ejercicio de ciencia-ficción regresando a la Segunda Guerra Mundial, e imaginemos que somos unos tanquistas que tienen que librar un duelo a la vieja usanza contra una dotación enemiga. Si pudiéramos elegir arma escogeríamos sin dudarlo el Panzer VI “Tiger” por la sencilla razón de que superaba claramente a cualquier rival, y sin embargo, los historiadores bélicos comparten la idea de que fue una mala decisión del Tercer Reich porque era muy caro, consumía demasiado combustible y requería mucho mantenimiento, coincidiendo en que hubiera sido mejor opción centrarse en la fabricación del Panzer V “Panter”, un modelo más barato y sencillo.

Pues bien, mientras que la guerra en Ucrania ha destruido la reputación de los costosos tanques occidentales, nos encontramos con tertulianos que se preguntan por qué el tanque ruso Armata sigue sin aparecer en el campo de batalla, siendo el mejor de su arsenal. La razón es muy sencilla: no merece la pena fabricarlo en serie porque actualizar el T-90 (que entró en servicio en 1992) es más barato y presenta un razonable balance en sus enfrentamientos con los Challenger, Panter y Abrams; incluso un venerable T-72 modernizado es capaz de destrozarlos siempre que sea el primero en disparar e impactar a menos de 3.000 metros.

En Occidente se cerraron las cadenas de montaje de las “bombas tontas” que lanzaba la aviación por su escasa precisión, pero el ejército ruso ha encontrado una solución sencilla y barata a sus enormes excedentes: convertirlas en bombas planeadoras acoplando una superficie alar y un GPS que mueve los alerones, haciendo que impacten más cerca del objetivo señalado. Es verdad que no son tan precisas como los misiles, pero su potencia y onda expansiva compensa esa diferencia de manera que ahora mismo es el arma más letal y determinante en el conflicto, porque no deja huella térmica y sólo puede ser derribada por una aviación, que en el caso ucraniano es testimonial y creo que lo seguirá siendo. La razón de esto último es que las potencias occidentales no quieren que con sus aviones pase algo parecido a lo que ha pasado con sus tanques, y por ello se han negado a suministrar los avanzados F-35 ofreciendo en su lugar el F-16, un caza introducido en 1978 aunque constantemente mejorado. Cuando escribo este artículo todavía no han hecho acto de presencia en el conflicto.

Si realmente nuestros líderes temen una invasión rusa, deberían modificar la cartera de pedidos, pero ya hemos visto en la conmemoración del 75 Aniversario del nacimiento de la OTAN que no lo harán, y la razón es muy sencilla: saben que no habrá tal invasión.

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