Pepe Fernández del Campo (*)
En el extremo noroeste de la península Ibérica, donde la tierra se rinde ante el océano y la lluvia talla con paciencia el granito, descansa un sepulcro que cambió para siempre la historia de Occidente. Allí, en Compostela, bajo las bóvedas románicas y la piedra viva de Galicia, reposa —según una tradición ininterrumpida— el cuerpo de Santiago el Mayor, Apóstol de Cristo, evangelizador de Hispania, mártir en Jerusalén y guía espiritual de generaciones de españoles.
Pocas figuras concentran en sí mismas tantos siglos de historia. Su nombre no solo ha resonado en el silencio de la oración o en la solemnidad de la liturgia, sino también en el fragor de las batallas, en el sudor de los caminos, en la esperanza de los pueblos. Santiago no es un recuerdo, es una columna vertebral.
Según una tradición recogida ya en el Breviarium Apostolorum del siglo VII y consolidada más tarde en el Liber Sancti Iacobi, Santiago predicó el Evangelio en Hispania alrededor del año 40. De regreso a Jerusalén, fue martirizado por Herodes Agripa hacia el año 44. Sus discípulos, fieles a su memoria, trasladaron su cuerpo en una pequeña embarcación de piedra hasta Iria Flavia, en Galicia. Lo enterraron allí, donde la fe comenzaba a echar raíces entre pueblos de alma celta y lengua latina.
Durante siglos, aquel sepulcro quedó oculto bajo el silencio de los carballos, los castaños y los brezos, entre la niebla perpetua de los montes gallegos. Hasta que, en el año 813 — según otras fuentes, 823—, en tiempos del rey Alfonso II el Casto, un ermitaño llamado Pelayo observó una luz sobre el monte Libredón. El obispo Teodomiro identificó los restos hallados como los del Apóstol, y el rey acudió desde Oviedo en peregrinación. Mandó levantar una iglesia sobre aquel Campus Stellae, el campo de la estrella, que pronto daría nombre a una ciudad, Santiago de Compostela.
Era una señal
No era sólo un hallazgo arqueológico, era una señal. En plena expansión musulmana, con los reinos cristianos confinados al norte peninsular, el redescubrimiento de una tumba apostólica en Galicia era una proclamación de destino. La Reconquista, en su aurora, encontró en Santiago su alma. Se encarnaba la idea de una España cristiana que no se rendía.
Las coplas que recorrían el Camino y los relatos que pasaban de peregrino en peregrino empezaban a pintar al Apóstol como defensor de la cristiandad. El episodio legendario de la batalla de Clavijo, en que Santiago habría descendido del cielo para ayudar a las tropas del rey Ramiro I frente a los musulmanes, alimentó una iconografía poderosa, el Santiago Matamoros, montado sobre un caballo blanco, espada en alto, envuelto en polvo de batalla.
«¡Santiago y cierra, España!»
A su lado nacía un grito, «¡Santiago y cierra, España!» No era una frase más, era oración, orden de carga y afirmación nacional al mismo tiempo. Santiago, la intercesión celestial. Cierra, la instrucción táctica. España, un ideal aún no institucionalizado, pero ya plenamente sentido, el de una comunidad histórica y espiritual en lucha por su supervivencia.
Poco después, en el siglo XI, con el auge de Cluny y el respaldo papal, el Camino de Santiago se convirtió en la más poderosa vía de peregrinación de la cristiandad occidental. Roma, Jerusalén y Compostela. Por los viejos caminos del norte comenzaron a fluir reyes, nobles, obispos, juglares, caballeros y campesinos desde toda Europa. En 1139, el Códice Calixtino recogía las cuatro grandes rutas que atravesaban Francia y convergían en los Pirineos, señalando un sistema de peregrinación pan-europeo sin precedentes.
Muchos cruzaban los mares del norte, desde Inglaterra, Escocia o Flandes, y desembarcaban en las costas gallegas. Así nació el Camino Inglés, cuya vía principal comenzaba en Ferrol, convirtiéndose en la puerta atlántica de Compostela. A través de sus muelles llegaban marineros, comerciantes, nobles y peregrinos que unían las islas británicas con el sepulcro del Apóstol.
El Camino de Santiago
Una geografía espiritual que unía monasterios, hospitales y ciudades. Por el Camino viajaban ideas, arte, liturgia, derecho: civilización. Fue el Camino quien sembró las raíces profundas de la Europa cristiana. Lo reconoció san Juan Pablo II, mil años después, ante el sepulcro del Apóstol, Europa ha sido construida peregrinando hacia Compostela.
Con el descubrimiento de América, el Apóstol volvió a partir. Cruzó el océano en la memoria de los conquistadores, en la liturgia de los misioneros y en el fervor de los nuevos cristianos. Su nombre marcó el nacimiento de ciudades que aún hoy lo veneran, Santiago de Cuba (1514), Santiago de Guatemala (1524), Santiago de Chile (1541), Santiago de los Caballeros (1495).
Ya no sería el Matamoros, sino el defensor de los pueblos, el protector de los débiles, el patrono de la justicia y del mestizaje espiritual. La cruz que le precedía no era imposición, sino siembra. Su figura presidía catedrales y procesiones en dos hemisferios, como hilo invisible que unía la vieja Hispania con la naciente Hispanidad.
En 1884, el Papa León XIII ratificó oficialmente lo que ya era una convicción viva desde siglos atrás, Santiago es el Patrono de España.
Hoy, el sepulcro del Apóstol sigue siendo uno de los grandes destinos espirituales del mundo. En 2024, más de 446.000 peregrinos llegaron a Compostela por los diversos caminos. El mismo que recorrieron Godescalco de Le Puy (950), san Francisco de Asís (1214), santa Brígida de Suecia (1341) o el mismísimo emperador Carlos I de España.
Desde Galicia, el culto a Santiago ha trazado un eje que une el alma de Europa, la unidad histórica de España y la raíz compartida con América. Ni el tiempo, ni los esfuerzos por desacralizar la historia han logrado borrarlo.
Santiago es una llama encendida que arde en Compostela, vibra en la historia y respira en cada paso del Camino. Mientras Galicia lo custodie, España sabrá quién es, y mientras Europa y América lo recuerden, sabrán de dónde vienen.
(*)-Pepe Fernández del Campo: es licenciado en Derecho, máster en Derecho de la IA y doctorando en ‘IA en la Internacionalización de Empresas’.