Gabriel Elorriaga F. (Ex diputado y ex senador)
Se atribuye a Napoleón, desterrado en Santa Elena, la siguiente sentencia: “Podemos detenernos cuando subimos pero no cuando descendemos”. Eso debió pensar Pedro Sánchez cuando, tras analizar los resultados de las elecciones municipales, comprendió que no podía detener durante un semestre el proceso de desautorización a que el pueblo español había sometido a su desunido Gobierno sin perjudicar más a su apuesta. Esto no quiere decir que la disolución de las Cortes y la convocatoria adelantada al máximo a una fecha impropia de 23 de julio, sin la deliberación preceptiva del Consejo de Ministros que dispone el Artículo 115 de la Constitución, fuese una improvisación insólita. No podemos considerar a los asesores de Sánchez en la Moncloa tan ineptos como que no hubieran estudiado, entre otras opciones, la más manipulable en caso de descalabro del sanchismo en las elecciones del 28 de mayo. Saben que arrancar una nueva campaña con una izquierda desconcertada y desencantada de la estrategia de Pedro Sánchez, pero sin tiempo y procedimiento para encumbrar a un nuevo candidato a la Presidencia del Gobierno desde las filas del PSOE es la única fórmula para que Sánchez intente resurgir individualmente, reduciendo la campaña a una confrontación personal entre dos líderes cuando, por su parte, no puede ofrecer una solución previsible sin contar con una coalición inefable. Ha elegido la fecha más cálida y festiva del verano para presuponer que gran parte de la población esté dispersa y complicada con las dificultades del voto por correo, los cambios de residencia, los nuevos presidentes y alcaldes del Partido Popular complicados en el rodaje de sus nuevos equipos de gobierno y, a la vez, las complicaciones y espectáculos de la prevista presidencia de turno de la Comisión Europea tensionada por ser el último semestre hábil antes de que la Unión Europea entre también en su propia campaña electoral. Estas son las circunstancias elegidas por Sánchez para esperar que los factores de confusión provoquen alguna variación que modifique el síndrome de mayo o, en el caso de la anunciada derrota, pueda mitigarse por fatiga o confusión del electorado.
La realidad es que el sanchismo está tan disuelto como el Congreso de los Diputados. Porque el sanchismo no es una posición política coherente sino una suma de coincidencias negativas para impedir que España esté regida por un Gobierno sólido. Las desesperados-as de Podemos y la vaporosa vicepresidenta Yolanda Díaz ya son versos sueltos, aunque se mantengan dentro del Gobierno en funciones, a la búsqueda de sus listas divergentes de las que se supone que compondrá el presidente en funciones. Los separatismos cómplices se autoafianzan en sus vecindarios. Pero este socialismo residual que pilota Sánchez no ofrece a los españoles ninguna esperanza positiva basada en principios socialdemócratas sino solo volver a empezar con el mismo conglomerado de ayer. Sánchez solo puede aspirar a mantenerse repitiendo una suma de escaños que empieza en “Sumar” y acaba en “Bildu”. Pero, esta vez, con otro mapa donde las mayores autonomías y las grandes ciudades están en manos de la derecha. Se contempla como imposible gobernar seriamente este revoltijo y la osadía de Sánchez de presentarse como una oferta acusadamente personalista es un acto de irresponsabilidad. La disolución apresurada solo hubiese tenido sentido si hubiese sido acompañada de su renuncia a continuar al frente de su batiburrillo de diputados mal avenidos. Volver a reconstruir lo que él mismo se ha visto obligado a disolver.
Con esto se encuentran los electores. Un Gobierno en funciones que no puede funcionar como órgano simplemente administrativo con sus componentes enfrentados en una lucha política interna entre quienes solo quieren sobrevivir y vicepresidentas que quieren marcharse a Europa, como Nadia Calviño, o que quieren ser la primera mujer presidenta del Gobierno como Yolanda Díaz. “Necesito —dijo en el Congreso— contar con un respaldo fuerte y profundo”. Y está claro que no lo tiene. El aún ministro de Sánchez y coordinador de Izquierda Unida Alberto Garzón dice que hay que trabajar para hacer a Yolanda Díaz presidenta del país y la exalcaldesa de Barcelona Ada Colau dice que “todos tenemos una candidata que es Yolanda Díaz”. No sabemos quiénes son esos “todos” pero sí que no se oye que nadie confiese que su candidato es Sánchez, ni dentro ni fuera de su propio Gobierno.
Sánchez es un patético solitario enjaulado en la Moncloa y rezumando agresividad que quiere que Núñez Feijóo vaya a encerrarse en su jaula como un domador con la fiera. No tiene la objetividad de un presidente en funciones sino la rabia de un animal acorralado. Quisiera haber disuelto las Cortes con un partido consolidado pero lo suyo es un conjunto desintegrado que acentúa la necesidad de un cambio aún por encima de las ideologías. Su última ocurrencia de debatir intensamente con Feijóo como si existiese un bipartidismo perfecto es un intento de disfrazar la realidad de un electorado complejo dentro del cual los náufragos de la izquierda se pelean por embarcar en el bote de salvamento con pocas plazas disponibles para seguir flotando. Debate habrá uno, del que existen precedentes y, equitativamente, habrá los que correspondan entre las opciones que presenten un candidato a la Presidencia del Gobierno encabezando la lista correspondiente. Los apoyos de antaño se han esfumado y los que fueron sus socios de Gobierno son hoy sus críticos. El sanchismo como tal se ha desintegrado y solo queda Sánchez como protagonista patético de unas elecciones convocadas por el propio desintegrador en una fecha infernal.