Con la fiesta de la Santísima Trinidad que se celebra litúrgicamente este domingo día 4 de junio, nuestra Iglesia quiere recordar el don de la vida contemplativa. En nuestra diócesis de Mondoñedo-Ferrol tenemos cuatro conventos de clausura: en Ferrol, en Mondoñedo, en Viveiro y en Ribadeo.
Son presencias pequeñas y amenazadas por el envejecimiento, pero significan un auténtico regalo que necesitamos. Como la salud, sólo cuando se cierran por la falta de renuevo vocacional es cuando descubrimos lo que representan y lo que ayudan con su sola presencia.
En efecto, la mayoría de estos conventos han permanecido largos siglos entre nosotros.
Pertenecen a nuestra geografía urbana, a nuestros recuerdos, a nuestras tradiciones. Se han vinculado con nuestra cultura y nuestras costumbres. Podemos decir que se han mantenido constantes a lo largo del tiempo acompañando los avatares y las esperanzas de multitud de generaciones.
En sus tornos se han escuchado peticiones, anhelos, noticias, sufrimientos. En sus coros las hermanas han orado por y con el pueblo. Sus paredes son testigos de vidas entregadas en el silencio a la contemplación, a la alabanza, a la escucha del Espíritu. En medio de la fragilidad y sencillez, la santidad de sus vidas ha brillado con luz propia.
Y es que su presencia nos enriquece; por el contrario, su ausencia nos empobrece como sociedad y como Iglesia. Estoy convencido de que se convierten en un don necesario en este tiempo porque nos ayudan a descubrir o desvelar dimensiones o realidades negadas a nuestros ojos y que son urgentes acoger. ¿Cuáles?
En primer lugar, son un signo de Dios mismo y de su existencia. Hay un pasaje del evangelio donde Felipe le pide a Jesús: “Muéstranos al Padre”. En cierta manera se hace eco de un clamor de la humanidad que necesita desvelar a Dios. El intangible, el totalmente otro, requiere ser mostrado en nuestro mundo al que se le hace difícil reconocerlo, descubrirlo, conocerlo. Ante esta necesidad de nuestra sociedad fuertemente secularizada, sin duda que la vida contemplativa nos ayuda a hacer tangible a Dios mismo.
Sus monasterios, sus campanarios, sus cantos, su vida comunitaria, su liturgia, su acogida son espacios que gritan y vocean la existencia y la presencia de Dios, nos acercan a Dios mismo, nos hablan de Dios. Y con Dios, no lo olvidemos, todo adquiere sentido.
Además, la vida contemplativa sólo se explica adecuadamente en la esperanza de la vida eterna. Una vida eterna que es la que da sentido a esta, y que calma la sed de infinito que todos albergamos. San Pablo ya nos advertía de que si “hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad”. En efecto, el cristiano se sabe siempre peregrino, ciudadano del cielo, su auténtica casa, caminante y constructor de este mundo desde la perspectiva de la eternidad.
Pues bien, la vida contemplativa es especialmente un testimonio de esta fe y de esta esperanza en esta vida eterna: porque sólo se puede razonablemente renunciar a los bienes de este mundo por la esperanza en los bienes definitivos; sólo se puede renunciar al amor humano por un amor universal y eterno; sólo se puede renunciar a un proyecto propio por abrirse a un amor universal.
Cuando todo lo construimos de tejas para abajo y las esperanzas son tangibles, los monasterios de clausura nos ayudan a agrandar la mirada y la puerta de nuestro corazón.
Por eso, los monasterios son también espacios que generan esperanza. Vivimos tiempos complejos, donde hay tantas frustraciones porque el corazón, que tiene sed de infinito y de cosas grandes, no se sacia en la limitación y propuestas empequeñecedoras de nuestro mundo. Quizás por eso necesitamos de lugares y de personas que, como la vida contemplativa, creen y den lugar a la esperanza: la que, como dice el papa Francisco, “nos abre a nuevos ideales que hacen la vida más bella y digna”.
Acerquémonos, por eso, a los monasterios que salpican y enriquecen nuestra diócesis: os animo a descubrir la vida que allí germina, a acoger la gracia y la esperanza que en ellos se irradian.
Fernando García Cadiñanos
Obispo de Mondoñedo-Ferrol