Yoani Sánchez, desde La Habana para Galicia Ártabra
Entre tantas frases que se repiten una y otra vez en las calles cubanas, uno de ellas resume con maestría la afectación de los intereses individuales. Basta decir que le “pisaron el callo” a alguien, para que sepamos que le han tocado esa parcela de sí mismo que lo hará saltar, protegerse y pasar a la ofensiva. Sin embargo, ese mismo ciudadano muy probablemente se quedó en silencio cuando “le pisaron el callo” a otro. Sólo el dolor propio lo ha hecho reaccionar. Un abecé del comportamiento humano, pero que en ciertas circunstancias se potencia hasta convertirse en el egoísmo de ciertos sectores sociales.
Desde hace meses, Raúl Castro ha desatado una fuerte lucha contra las ilegalidades, la cual ha devenido en rotundo pisotón de callo para aquellos que hasta ahora tenían “sus pies” a buen recaudo. Miles de inspectores en las calles, los talonarios de multas gastándose a una velocidad inusitada y una sensación general de que en cualquier momento puede llegar la policía. Revendedores, comerciantes de esquina, familias que hacen remodelaciones en sus casas, trabajadores por cuenta propia y productores agrícolas, están en el centro de las supervisiones. Nadie se salva. Vestidos de civil o uniformados, los soldados de esta nueva batalla refuerzan la sensación de permanente vigilancia.
A diferencia de otras razias anteriores, ésta ha afectado prácticamente a la totalidad de la población cubana. Hasta el punto en que se comenta que “el gobierno le ha declarado la guerra al pueblo”. Una cruzada que rompe un pacto social tácito, frágil, pero determinante para la sobrevivencia del actual sistema. Cierto grado de permisibilidad con la corrupción, el mercado negro y el desvío de recursos, se ha erigido por décadas como un mecanismo de control político. Fingirse un adepto ideológico del régimen ha sido condición indispensable para logra defalcar, robar y adulterar sin graves represalias. Sin embargo, la fórmula de gritar un “Patria o Muerte” para alejar a inspectores y policías ya no está dando tantos resultados. La patada en el callo alcanza incluso a quienes se declaran públicamente fieles seguidores del Partido Comunista. Aunque –vale la pena aclarar- no todos los callos son iguales… a ciertas alturas a nadie le pisan sus pies.
Con esta nueva ofensiva, el gobierno de Raúl Castro se enfrenta a una impopularidad creciente. Es cierto que al observar las ilegalidades penalizadas, resultan ética y jurídicamente inaceptables, pero respetando el estricto código penal cubano nadie podría realmente subsistir. Tolerar cierto grado de “cimarronaje” o transgresión constituye parte inseparable del aparato de sometimiento de un totalitarismo. Entre los gobernantes y los gobernados se establece un acuerdo sobrentendido que implica ceder impunidad en ambas direcciones. En un país donde el propio presidente ha debido reconocer que el salario no es la principal fuente de ingresos, las autoridades saben que apretar la mano contra los caminos paralelos de la sobrevivencia resulta a la larga un suicidio político. El contrato -no escrito- donde los ciudadanos fingen que trabajan mientras los gobernantes fingen que les pagan, está en crisis. La lucha contra la corrupción y las indisciplinas ha tocado a un sector dócil políticamente, pero muy amplio numéricamente.
Hace unos días, un vendedor ambulante de dulces y hasta hace poco fiel seguidor de la política oficial, se acercó a un activista de derechos humanos. Sin mucho preámbulo le espetó “quiero hacer declaraciones…”, dejando atónito al disidente, quien consideraba al cuentapropista un hombre del Partido Comunista. Pero los excesivos impuestos y las multas constantes lo han hecho cambiar de idea. “No me puedo parar en ninguna esquina a ofrecer mis pastelitos porque los inspectores dicen que como soy ambulante tengo que moverme todo el tiempo”. Parte del absurdo que prima en cada campaña estatal, se percibe también en estas redadas contra lo mal hecho.
A Catalina también le “pisaron el callo” cuando la policía le exigió los papeles del cemento y los ladrillos con los que estaban remodelando su vivienda. El origen ilegal de todos ellos la llevó a optar por ofrecerle un pago al oficial para que olvidara el asunto. Porque la lucha contra las ilegalidades no cuenta con que también los contralores, fiscalizadores y gendarmes necesitan sobrevivir. Todo tiene un precio. Saltarse una requisa de sanidad en un negocio de comida rápida le cuesta a su propietario entre 200 y 300 pesos convertibles. Un inspector del instituto de la vivienda es conocido como “Johny 1500” por imponer multas de esa cuantía, con la intención de que el sancionado le ofrezca una “mordida” de al menos la mitad del monto. La ofensiva anticorrupción genera nuevas formas de corrupción.
Por el momento, la alarma cunde, los mecanismos de aviso ante posibles supervisiones y registros se vuelven más sofisticados. Todos se pasan la voz de alerta cuando a un barrio o un centro de trabajo llegan “los malos”. Así se les llama ya a quienes se presentan armados con calculadoras, talonarios, cuños y el código penal. Vienen dispuestos a pisar los callos, muchos callos a la vez. Sin embargo, con cada pisotón el sistema castrista podría estar perdiendo un par de pies, muchos pies, donde apoyarse.