Yoani Sánchez– Desde La Habana para Galicia Ártabra Digital
Su propio vecino lo vigila. Nadie se lo ha confirmado, no lo ha leído en ningún informe y tampoco tiene amigos policías que le hayan advertido. Simplemente no es tonto. Siempre que abre la reja hacia su casa, una cabeza cana se asoma por la puerta de al lado. De cada cinco veces que entra o sale de su vivienda, al menos tres se topa al anciano que vive pared con pared, fingiendo que le echa agua a las plantas del pasillo. Las macetas están rebosantes de humedad, pero el improvisado guardián sigue agregándoles más y más. También hace preguntas, muchas preguntas, sobre los temas más impensados: ¿eh… y eso que llevas en la jaba donde lo compraste? ¿Hace rato que no te visita tu suegra, verdad? Así que él tiene su propio delator particular, una célula de inteligencia -de apenas un miembro- enfocada en su existencia.
El día de los padres el vecino informante se la pasó sólo. Ninguno de sus hijos vino a verlo para celebrar con él. La verdad es que nunca nadie lo visita, como no sea, desde hace un tiempo, dos hombres pelados a lo militar. Porque el anciano tiene fama de ser alguien a quien ni su propia familia soporta. Está “más solo que la campanada de la una”, dicen de él los otros residentes del achacoso edificio. En mitad de la tarde el vigilado tocó a la puerta de su vigilante para regalarle un trozo de cake. “Para que lo pruebes, me lo trajeron mis hijas”… le dijo saboreando la victoria de sentirse satisfecho y acompañado. Un breve brillo de culpa pasó por los ojos del fisgón. Quizás la conciencia, quizás. En la noche ya estaba de vuelta a su tarea de comprobar quién salía y entraba de la casa colindante.
En una fórmula no escrita pero muy frecuente, la mayoría de las personas involucradas en la delación de otros cubanos exhibe también una gran frustración en su vida personal. No es que cada desdichado vaya a convertirse en un informante de la Seguridad del Estado, pero el fracaso es un caldo de cultivo que aprovechan los reclutadores de informantes. Con esos individuos conforman una tropa de choque dispuesta a destruir al otro. En los barrios, los más extremistas tienden a ser los que tiene una vida familiar y afectiva más desastrosa. No es una regla… queda claro… ¡pero como se repite!
A su vecino, jubilado, resentido y solitario le han dado la tarea de vigilarlo. Le han otorgado un poder sobre su vida, una ascendencia que éste disfruta y saborea cada día. El poder de arruinar sonrisas, de redactar informes que algún día lleven a la cárcel a ese insoportable padre y marido feliz que vive al otro lado de la pared.