La política y el fisco

Gabriel ElorriagaGabriel Elorriaga Fernández-(diario crítico)

En circunstancias normales, los impuestos son un tema rutinario y aburrido para los ciudadanos que los soportan resignadamente. Se incomodan cuando suben y se alegran cuando bajan pero, en el fondo, asumen que son necesarios para mantener los servicios comunes y se acostumbran a ellos de tal manera que los descuentan mentalmente de sus ganancias teóricas, dando por hecho que es inevitable ganar menos de lo que parece que se gana nominalmente. Pero en circunstancias críticas es inevitable que los asuntos fiscales pasen a primer plano de la política, cuando las cuentas de gastos e ingresos se hacen más difíciles de cuadrar. En España, desde el inicio de la crisis económica que padecemos, las subidas de impuestos han sido constantes, tanto por parte del anterior gobierno socialista como por parte del actual gobierno popular. Los socialistas decían que subir los impuestos era de izquierdas hasta que, al ser sus adversarios los que los subían, pasaron a cantar que bajar los impuestos también era de izquierdas. Los populares, que decían que bajar los impuestos era lo suyo, pasaron a decir que subir los impuestos era necesario para corregir el déficit.

El gobierno actual decidió aplicar una receta que no era la mejor pero que, en su caso, era, además, contradictoria con el programa que le hizo ganar las elecciones por mayoría absoluta. La mayor solvencia económica que se le atribuía se empezó a poner en duda cuando se comprobó que, además de los factores negativos que acompañan a toda subida de impuestos, la recaudación no subía sino que bajaba. Cosa lógica en un país con seis millones de parados y decenas de miles de pequeñas empresas cerradas. O sea, con muchos menos contribuyentes. Así se fue llegando a la mala situación de que paguen más los que trabajan o producen para subvencionar a los que no trabajan ni producen. Esta situación, dañina para la actividad económica y el consumo, frena el crecimiento.

Tras ocho años de retraso y año y medio de ajustes, se provocó un ritmo lánguido de reformas y un paro crónico, motivos suficientes para que los economistas partidarios de bajar los impuestos pasaran a considerarse revolucionarios y que un economista extranjero como Arthur Laffer, que ya predicó sus doctrinas en este sentido en 2.012, en las conferencias de FAES en Navacerrada, pasase a primer plano de la  actualidad explicando su teoría, llamada «curva de Laffer» que diseñó en una servilleta de papel mientras cenaba, en 1.974, siendo presidente de los Estados Unidos Gerald Ford. La famosa «curva» ya la había descrito, hace más de seiscientos años, un judío sevillano llamado Ibu Jaldúm al escribir: «Los grandes imperios suelen empezar con grandes recaudaciones logradas con impuestos bajos y terminan con pequeñas recaudaciones logradas con impuestos altos». Laffer y su «curva» diría lo mismo con otras palabras: cuando el tipo impositivo es suficientemente alto, a partir de ahí, los ingresos recaudados disminuyen. En estos días, en que la Unión Europea ha concedido una prórroga para reducir el déficit, el gobierno podría plantearse un cambio de estrategia que le permitiera ser más fiel a su electorado e inyectar más recursos activadores y estimulantes a una economía que sufre depresión en el consumo y precariedad de impulsos empresariales. Subir impuestos y bajar la inversión pública no es un buen camino para la recuperación sino, más bien, un remedio del tipo de aquellas sangrías que aplicaba la vieja medicina para bajar la calentura y que, en muchos casos, lo que conseguía era adelantar el frio de la muerte. La subida de los impuestos pesa negativamente sobre la actividad económica, sobre el empleo, sobre el ahorro y sobre el consumo de las familias. Las empresas fuertes se dedican a sanear sus cuentas, invirtiendo menos en innovación y en personal y pagando escasos dividendos mientras el Estado gasta sus menguantes recaudaciones en intentar consolar a las Comunidades Autónomas y en mantener a medio gas la financiación potenciadora del mercado único y de la presencia internacional de España. Así no parece que vayamos a salir del estancamiento, ni a crecer ni a generar empleo, con la urgencia que exige la dura situación por la que pasamos. No se debe esperar a «cuando las cosas vayan mejor» porque no van a mejorar por si solas gracias a nuevos recortes y mayores impuestos. Cuando el gobierno habla de que está «haciendo sus deberes» tiene que comprender que también entra entre sus deberes el de reconsiderar que la política económica que ha aplicado hasta ahora, como coagulante a la hemorragia que dejó incontrolada el gobierno socialista, es ya insuficiente y que, de ahora en adelante, cuando la hemorragia parece contenida, hace falta una transfusión energizante. La política fiscal se ha convertido en el factor emblemático de la reorientación de la economía. Los impuestos ya no recaudan más ingresos. Hay que emprender el camino del crecimiento y la reactivación a toda costa y a todo coste, aunque ello exija reformas o cambios en la vida pública. Dormir la siesta sobre un colchón de déficit  adelgazado por una decreciente recaudación de impuestos es como acostarse sobre una cama neumática que va perdiendo aire por un pinchazo.

 

 

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