El epicentro

Gabriel ElorriagaGabriel Elorriaga Fernández

Vive España momentos convulsivos que provocan distancia, desconfianza y hartura entre la actividad política y la realidad social. Es cierto que padecemos una crisis socioeconómica que, agravada por faltas de previsión y errores de un Gobierno anterior, no es un hecho aislado sino condicionado por circunstancias internacionales, especialmente europeas, cuyas repercusiones en otros países son, a veces, más severas que entre nosotros.

En la actualidad hay problemas en Grecia, Portugal, Chipre y, en otro nivel, en Italia y en Francia que no nos pueden servir de consuelo pero sí de referencia. Pero lo que oscurece nuestra situación es que, además de las repercusiones sociales de la crisis, vivimos una apariencia de crisis institucional no relacionada directamente con la actividad económica, aunque acrecentada por los malos humores y el malestar que la precariedad económica provoca. Es como si por debajo de los disgustos originados por el paro, los reajustes salariales y los reajustes impositivos, se detectasen movimientos sísmicos en el sistema de convivencia cuya estabilidad es la base fundamental para hacer frente eficazmente a dicha crisis. Por ello es conveniente saber donde reside el epicentro de la crisis institucional, para tomar las precauciones proporcionadas a su intensidad y peligrosidad. Es muy fácil dispersar la atención en una suma de corrupciones, incompetencias o tropezones atribuibles a individuos o colectivos relacionados en diferente grado con los asuntos públicos. Pero hay algo más que una crónica de sucesos lamentables. El epicentro no está disperso en los casos que afloran a la superficie sino en la profundidad del seísmo.

La clave profunda
  
La clave profunda es una falla en el funcionamiento de los partidos políticos con capacidad de gobierno alternativo. En España, una vez que funcionó el mecanismo de la Transición, con la meritoria colaboración circunstancial de UCD, se configuró un bipartidismo al servicio del Estado, en torno al Partido Popular y al Partido Socialista que ha servido para que España siga siendo España durante más de siete lustros. El problema actual es que una de esas piezas principales, el PSOE, ha dejado de funcionar eficazmente como pilar del Estado y la otra, el PP, sin aliento dialéctico y abotargado por la confianza en su mayoría absoluta y la falta de contraste con una oposición crítica, valiosa y operativa, a la vez que coadyuvante en defensa de la esencia del interés general, se ha convertido en una administración indecisa y grisácea. Ambas fuerzas han perdido atractivo y, según la demoscopia, votos, sin que esos votos perdidos vayan hacia ningún refugio con posibilidades de gobierno unitario. Los dos pilares del pacto constitucional, como las dos columnas de Hércules del escudo, han adelgazado, aunque una siga llamándose «Plus» por su mayoría parlamentaria y la otra «Ultra» porque solo en un más allá indefinido se divisa como relevo.

Coincidir intereses

Todos los demás problemas tendrían arreglo si ambos partidos fuesen capaces de coincidir en el interés general de España sin renunciar a las diferencias ideológicas que los caracterizan como fuerzas contrapuestas. Ni la trasparencia de la Corona, ni las reformas constitucionales, ni la coherencia territorial, ni los desafíos nacionalistas, ni la unidad de mercado, ni la independencia de la Justicia, por citar algunos asuntos en candelero, serían inabordables si existiese una convergencia esencial y, con ella, se recuperase el apoyo social siempre dispuesto a favorecer propuestas razonables.

Lo que no es viable es dejarse deslizar hacia payasadas a la italiana, hacia feudos regionales sin control, a contemporizar con soberanismos oportunistas, a darse el brazo con radicalismos callejeros y a olvidar la misión estabilizadora que encomendaron las urnas a sus representes más numerosos. En estas fechas en que algunos parecen añorar el fracaso republicano, convendría que reflexionasen como aquel fracaso fue impulsado por la deriva de un socialismo que olvidó su compromiso de Estado sumándose a disturbios revolucionarios anticonstitucionales, fusionando sus juventudes con el PC y relegando a sus dirigentes moderados a la sombra del apodado «Lenin español». Como ahora, por suerte, desmedradamente, pero simbólicamente lejos de la estabilidad constitucional, de la socialdemocracia moderna y de una alternativa verosímil de gobierno, y comprensivos con el anarquismo hoy denominado antisistema, algunos parecen infectados por el pus de un viejo frente popular enquistado hace más de ochenta años.

A la espera de un nuevo liderazgo, que los salve del viaje hacia la nada, el socialismo desorientado es cómplice de esos movimientos, de pocos grados en la escala de Richter, que pasean con aquella bandera de la III Regresión, con su tenebrosa franja morada, pigmentada con desorden, sangre y miseria. El desequilibrio de los grandes partidos y el bajo tono del discurso común es donde se reflejan los ecos de un viejo y febril epicentro y no en la arquitectura constitucional de un Estado, tan válida ayer como hoy y como mañana.

 

 

 

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