El dulce veneno de la corrupción

Gabriel ElorriagaGabriel Elorriaga Fernández-(diario crítico)

La corrupción fue delito original de nuestra especie. Una mujer invitó a un hombre a comer un fruto, ajeno pero apetitoso, que ofrecía una sinuosa serpiente, diciendo que serviría para aumentar su poder y su felicidad. Era un crimen dulce y gustoso, porque no era visible la sangre de una víctima ni remordía ver el hambre de un individuo concreto, porque había muchas manzanas en el árbol. Podía pensar el infractor que su delito podía pasar desapercibido y seguir en el paraíso. Así piensan los corruptos que sus dineros podrán darles satisfacciones y pasar desapercibidos indefinidamente en un paraíso fiscal con apariencias financieras de alto nivel.

La corrupción contemporánea es así. No mata, como los antiguos bandoleros, sino que solo defrauda. No se despoja a una persona concreta de sus pertenencias sino que se perjudica a un colectivo despersonalizado. Se desvían fondos de sus objetivos correctos a través de la ingeniería financiera del modo que los corruptos piensan que pueden disimular sus apropiaciones con la astucia y el paso del tiempo.

Los delitos pueden llegar a prescribir sin ser denunciados ni probados y el cuerpo del delito puede evaporarse en sucesivas operaciones mercantiles. Por ello es una enfermedad contagiosa que se transmite por contacto y solo puede ser evitada con una higiene habitual profunda y por el efecto bactericida de la luz clarificadora del sol. En sus fases impunes no produce remordimiento sino euforia y hasta complejo de superioridad sobre quienes no son capaces de ascender a la riqueza fácil. La sensación de opulencia es paradisiaca y, por ello, se bautizan como «paraísos fiscales» los lugares de depósito de fondos oscuros.

Estos paraísos son como el cielo simbólico de la codicia itinerante, donde no acecha el riesgo ni la publicidad. Donde el blanqueo, el fraude y el latrocinio pueden camuflarse con manipulaciones fuera de control. Las víctimas de la corrupción son incruentas, colectivas y, en la mayor parte de los casos, inconscientes de su victimismo. Sean los parados de Andalucía o los seguidores de algún partido político, no son conscientes de la parte alícuota que repercutiría en sus condiciones de vida o en la respetabilidad de la tendencia ideológica con la que están comprometidos como afiliados o como votantes.

Hay diferencias de malignidad entre unos y otros casos de corrupción, como sucede con los tumores. Unos se producen por la malversación directa de caudales públicos, como el caso de los ERE de Andalucía. Otros parecen proliferar en zonas oscuras de complicidad entre corruptores y corrompidos que permiten apropiaciones provechosas sin concreción de con qué favores se hayan pagado los beneficios propios y en qué medida estas complicidades hayan perjudicado al interés general. También hay diferencias cuantitativas en relación con el volumen económico de los fraudes. Pero la malignidad no deriva tanto del volumen o el origen de los fondos en cuestión sino de su repercusión política que es como decir su capacidad de metástasis. Es difícil juzgar la malignidad hasta que se hagan análisis independientes con perspectiva histórica. Hay que valorar el grado en que una estructura de corrupción afecta al prestigio de una nación, a la credibilidad de un gobierno, a una comunidad regional, a una alcaldía, a un partido en el poder o en la oposición. La corrupción, siempre rechazable moralmente y siempre punible si se consigue demostrar, puede ser más o menos peligrosa en razón del nivel público al que afecta y no solo por razones contables.

Contra la corrupción hay que luchar sin reservas mentales o resulta envolvente, como una tela de araña que va entorpeciendo progresivamente los movimientos de los insectos enredados en su trama. Es luchar contra una idolatría materialista, como la de aquellos israelitas que adoraron a un becerro de oro. No se sabe si su Dios era el oro o era el becerro y, por eso, lo adornaron de oro. O se adora el dinero en sí o se adora a la animalidad satisfecha en sus instintos primarios, En cualquiera de los dos casos sin consideraciones éticas. No es la lucha contra unos truhanes sino la lucha contra una toxina expansiva. La corrupción política es como un veneno disfrazado con azúcar, que se traga fácilmente y, a veces, se cuela pasivamente y debe rechazarse nada más identificada con fuertes nauseas, mientras se conserven fuerzas para vomitar. Cuando falta la fuerza para el vómito, la toxina va acrecentando sus efectos hasta dañar mortalmente a la estructura que le dio asilo.

 

 

 

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