El Estado de Derecho es la institución de instituciones más perfeccionada del arte político. Su esencia es la primacía del principio de legalidad y seguridad jurídica que supone que las leyes, promulgadas por el órgano representativo competente, se cumplan o solo sean sustituidas por otras de igual o mayor rango por procedimientos públicos preestablecidos. La división de poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, configura el marco de cualquier sistema, sea cual sea su formato constitucional.
Los Estados-Nación que la historia ha consolidado, no sin dificultades y tropiezos, como de Derecho no provocan conflictos sino que han establecido paz y prosperidad en Europa y en el interior de cada área de soberanía. El monopolio de la fuerza para mantener su legalidad, integridad y seguridad, es la garantía de que sean respetados los derechos de todos sus ciudadanos.
Es frecuente creer que la amenaza principal contra el Estado de Derecho es el despotismo pero, igualmente, la amenaza proviene de la desvertebración y el anarquismo. Son dos derivas hacia la destrucción del Estado de Derecho y su sustitución por fórmulas arcaicas o feudales del ejercicio del poder, sea por concentración totalitaria o por desintegración libertaria.
Hacia el despotismo absolutista conducen las utopías igualitarias, racistas o populistas que sustituyen al Estado cono institución marco por un órgano excluyente, un Estado-Partido, con pensamiento único, poder unificado y contaminación de sus fuerzas armadas, convertidas en milicia política. Este camino fue recorrido en el siglo XX por algunas ideologías fenecidas y sobrevive penosamente en los residuos del comunismo.
En dirección opuesta están las utopías libertarias basadas en el «derecho a decidir» de supuestas comunidades prepolíticas, étnicas, legendarias o vecinales, manejables para descoyuntar la vertebración de los Estados de Derecho por medio de rupturas y separaciones. Después de una interpretación extremista de un neoliberalismo radical o de un relativismo sin convicciones se reduce la estructura del Estado a un frágil esquema simbólico y subsidiario que abre la puerta a la acracia, tras minimizar la autoridad legítima de la Nación. El proceso desemboca en el intento de potenciar normativamente identidades aldeanas o sentimientos tribales. Es la sustitución del Estado por el caos, donde la fuerza pública desarticulada se encoge ante los «señores de la guerra» y la opresión del más fuerte o la corrupción del codicioso obstruyen la aplicación de la igualdad ante la ley.
Debemos observar que los conflictos liberticidas del siglo XXI originados por el terrorismo, el crimen organizado, las bandas de narcotráfico, las guerrillas antisistema, los fanatismos religiosos, etc. son los detonantes de los explosivos de nuestra época y que, en esta línea de actividades debilitadoras de los Estados de Derecho están, también, las corrientes anárquicas y los nacionalismos excluyentes que fuerzan a poblaciones plurales a uniformarse bajo artificios étnicos o acotados regionales.
En este tiempo, en el mundo y en España, los riesgos para la convivencia democrática no provienen de amenazas totalitarias imaginarias sino de gérmenes de descomposición que carcomen las vigas de los Estados-Nación y la eficacia de su orden jurídico general. Cuando Soraya Sáez de Santamaría, en nombre del Gobierno decía, ante las fantasmagorías de Artur Mas, que «habrá que analizar los efectos que pueda tener» no estaba exponiendo un tratamiento médico correcto que, siempre, se basa en que es mejor prevenir que curar. El hecho de que, desde 1.989, la cámara autonómica de Cataluña haya puesto en marcha ocho iniciativas soberanistas sin valor jurídico no quiere decir, ni mucho menos, que a la conducta promovida desde la posición del actual presidente de la Generalidad y a sus únicos apoyos republicanos se les deba dejar vía libre hasta que sus efectos les hagan caer en ilicitud constitucional. Esa sería la hora del poder judicial, sin duda. Pero el Gobierno no puede limitarse a acusar ilegalidades, como un simple fiscal, sino que debe prevenir acontecimientos y actual políticamente con todos los recursos propios de la representación mayoritaria de que disfruta. No se trata de un asunto de Derecho penal sino de una importante cuestión política que hay que afrontar como tal, pues sus consecuencias políticas ya se están produciendo.
Los Estados-Nación que la historia ha consolidado, no sin dificultades y tropiezos, como de Derecho no provocan conflictos sino que han establecido paz y prosperidad en Europa y en el interior de cada área de soberanía. El monopolio de la fuerza para mantener su legalidad, integridad y seguridad, es la garantía de que sean respetados los derechos de todos sus ciudadanos.
Es frecuente creer que la amenaza principal contra el Estado de Derecho es el despotismo pero, igualmente, la amenaza proviene de la desvertebración y el anarquismo. Son dos derivas hacia la destrucción del Estado de Derecho y su sustitución por fórmulas arcaicas o feudales del ejercicio del poder, sea por concentración totalitaria o por desintegración libertaria.
Hacia el despotismo absolutista conducen las utopías igualitarias, racistas o populistas que sustituyen al Estado cono institución marco por un órgano excluyente, un Estado-Partido, con pensamiento único, poder unificado y contaminación de sus fuerzas armadas, convertidas en milicia política. Este camino fue recorrido en el siglo XX por algunas ideologías fenecidas y sobrevive penosamente en los residuos del comunismo.
En dirección opuesta están las utopías libertarias basadas en el «derecho a decidir» de supuestas comunidades prepolíticas, étnicas, legendarias o vecinales, manejables para descoyuntar la vertebración de los Estados de Derecho por medio de rupturas y separaciones. Después de una interpretación extremista de un neoliberalismo radical o de un relativismo sin convicciones se reduce la estructura del Estado a un frágil esquema simbólico y subsidiario que abre la puerta a la acracia, tras minimizar la autoridad legítima de la Nación. El proceso desemboca en el intento de potenciar normativamente identidades aldeanas o sentimientos tribales. Es la sustitución del Estado por el caos, donde la fuerza pública desarticulada se encoge ante los «señores de la guerra» y la opresión del más fuerte o la corrupción del codicioso obstruyen la aplicación de la igualdad ante la ley.
Debemos observar que los conflictos liberticidas del siglo XXI originados por el terrorismo, el crimen organizado, las bandas de narcotráfico, las guerrillas antisistema, los fanatismos religiosos, etc. son los detonantes de los explosivos de nuestra época y que, en esta línea de actividades debilitadoras de los Estados de Derecho están, también, las corrientes anárquicas y los nacionalismos excluyentes que fuerzan a poblaciones plurales a uniformarse bajo artificios étnicos o acotados regionales.
En este tiempo, en el mundo y en España, los riesgos para la convivencia democrática no provienen de amenazas totalitarias imaginarias sino de gérmenes de descomposición que carcomen las vigas de los Estados-Nación y la eficacia de su orden jurídico general. Cuando Soraya Sáez de Santamaría, en nombre del Gobierno decía, ante las fantasmagorías de Artur Mas, que «habrá que analizar los efectos que pueda tener» no estaba exponiendo un tratamiento médico correcto que, siempre, se basa en que es mejor prevenir que curar. El hecho de que, desde 1.989, la cámara autonómica de Cataluña haya puesto en marcha ocho iniciativas soberanistas sin valor jurídico no quiere decir, ni mucho menos, que a la conducta promovida desde la posición del actual presidente de la Generalidad y a sus únicos apoyos republicanos se les deba dejar vía libre hasta que sus efectos les hagan caer en ilicitud constitucional. Esa sería la hora del poder judicial, sin duda. Pero el Gobierno no puede limitarse a acusar ilegalidades, como un simple fiscal, sino que debe prevenir acontecimientos y actual políticamente con todos los recursos propios de la representación mayoritaria de que disfruta. No se trata de un asunto de Derecho penal sino de una importante cuestión política que hay que afrontar como tal, pues sus consecuencias políticas ya se están produciendo.