Gabriel Elorriaga Fernández-(Diario crítico)
Hace pocos días tuve ocasión de presentar, en el salón de pasos perdidos del Congreso de los Diputados, bajo el título de «España como solución», un libro basado en mis colaboraciones en «Diariocrítico«. El deseo expreso de personas que no pudieron asistir al acto de conocer alguna de las ideas que expuse, ante una concurrencia que desbordó la capacidad del aforo, me ha llevado a resumir lo esencial de mi intervención, despojándolo de los párrafos de agradecimiento a quienes la hicieron posible y a las circunstancias ambientales del histórico lugar y fecha. Recojo pues, aquello que, a mi entender, explica mejor el término «solución».
Solución supone futuro, porque diríamos, parafraseando al escritor Amin Maalouf, que: «el país del que tengo nostalgia no es el pasado, es el porvenir«. Por ello me preocupa la dimensión de estatalidad de un país adecuado a los condicionantes supranacionales del siglo XXI que son los de una nación, como la nuestra, ni muy grande ni muy pequeña, suficiente para competir y coordinarse en todos los campos y mercados de la diplomacia, la seguridad, la economía y la cultura con un peso importante y suficiente. Es cierto que existen superpotencias con pretensiones hegemónicas tendentes a borrar la personalidad histórica de los pueblos y, también, microestados que solo pueden aspirar a papeles marginales, a la sombra de vecinos más poderosos. Pero, afortunadamente, nosotros vivimos en una Unión Europea donde las naciones ni son absorbidas por una superpotencia ni pulverizadas por la dispersión separatista. Aquí las naciones nacidas de la historia y de la convivencia secular son integradas como elementos inconfundibles y enteros del pasado y del futuro. Desde este punto de vista, basado en la realidad existencial, resulta inconcebible que, en un mundo donde la unidad de soberanía puede abarcar a comunidades tan distantes geográficamente como Alaska y Arizona o tan caracterizadas ayer por monarquías románticas, como Prusia y Baviera, existan personas serias que puedan considerar que identidades étnicas o fundamentalismos pseudohistóricos sean suficientes para justificar una fragmentación de soberanía capaz de establecer fronteras divisorias entre Tarragona y Castellón o entre Vitoria y Logroño.
Hay que comprender que la Unión Europea nació para homologar comunidades de ciudadanos y no para delimitar relaciones entre tribus. El derecho a la mutilación de un Estado sobre el que no se tienen atribuciones legales es un despropósito. Pero el despropósito se convierte en delirio cuando la pretensión no está fundamentada en una abrumadora base popular sino en resultados electorales decrecientes en la propia parcela y, por si fuera poco, dejando huérfanos en el interior del propio partido parcelista. Es una fantasía creer que las naciones puedan crearse por la voluntad de unos políticos coyunturales. Las naciones son fruto de siglos de historia, de cohesión social y de proyectos de futuro enlazados con los conflictos y progresos del resto del mundo. No son, ni serán, inventos de una mentalidad que confunda, intencionadamente o por ignorancia, las competencias de regiones o nacionalidades subestatales con la soberanía integradora de un Estado-Nación.
José Canalejas, aquel gran presidente liberal, cuyo magnicidio sucedió hace ahora cien años, calificó a las doctrinas disgregadoras como «los banderines de enganche de los señores feudales de la política«. Quizá, en nuestros días, el adjetivo feudal suene demasiado arcaico, pero el aislacionismo que provoca toda fragmentación diseña acotados más parecidos, en la práctica, al feudalismo que a la estatalidad.
«España como solución», en su conjunto, se alimenta del criterio, que unos juzgarán acertado y otros equivocado, de que las naciones son organismos vivos a los que no se les puede aplicar las leyes de la física, más adecuadas para la dinámica de la materia, que nos hablan de fuerzas centrípetas o centrífugas o, en lenguaje político, de centralismo y periferia. Mi criterio es que, como organismo vivo, la nación late biológicamente, como un corazón, entre contracción y distensión y solo deja de latir si muere y se descompone. Por ello, no me asustan los latidos naturales de nuestra vitalidad nacional. Creo que no es cierto pensar que se equivocaron los autores de nuestra Constitución con el planteamiento autonómico, sino que respondieron al latido de cierto momento.
La reconstrucción del Estado español, tras la tragedia de la Guerra Civil, provocó, instintivamente, un proceso de contracción del organismo del Estado, hasta compactarlo excesivamente. Por ello, el cambio político transicional respondió a la necesidad biológica de distensión y descentralización y curó los calambres producidos por la contractura, recuperando flexibilidad para nuestra musculatura política. La salud pública, que es el objetivo de la política, exige tratamientos más parecidos a los de la ciencia médica que a los de la ingeniería mecánica. Por ello fracasan siempre las tecnocracias, porque no existe la tecnopolítica sino la biopolítica.
La política es un arte que opera sobre las venas y arterias de la colectividad, que alimentan un complejo organismo en el que conviven juntos sentimientos, pasiones, egoísmos y extravíos. Pero vivir juntos y plurales es muy complicado y superar las complicaciones es la auténtica política. En nuestros días, la distensión del músculo del Estado ha llegado a sus límites de relajación y que las circunstancias críticas actuales, por razones de interés público, aconsejan el fortalecimiento del músculo y la concentración de las energías nacionales. Es la propia vitalidad española la que origina los ciclos de contracción y distensión de una patria viva y dinámica. Por tanto, ni se equivocaron nuestros constitucionalistas al descentralizar la estructura del Estado, ni se equivocarán los reformistas de hoy que trabajen para fortalecer y regenerar el tejido muscular de dicho Estado común. Los políticos no hacen naciones a su medida. Es la voluntad general la que hace y deshace a los políticos que convienen a las realidades históricas porque la unidad nacional no es una consecuencia derivada de una norma constitucional, sino que la Constitución es la plasmación jurídica de una realidad existencial previa.
En estos tiempos, España necesita políticos capaces de robustecer la cohesión del Estado y no extraviarse en otras estructuras imaginarias, por el mismo motivo que, hace treinta y cinco años España necesitó políticos capaces de flexibilizar una ortopedia demasiado asfixiante. La visión biológica de la política debe ser sensible al pulso de una entidad nacional viva y latente, no de una estructura de hormigón armado. Es por ello por lo que hablo de España como solución de sí misma, cuyas palpitaciones, aunque a veces parezcan contradictorias y extremosas, son síntomas de su vitalidad. España, en ocasiones, es cuestionada porque es una referencia activa, sufriente y potente, hasta tal punto que solo bajo su bandera pueden soñar un horizonte luminoso los pueblos que la componen. Ese horizonte que despierta en nosotros la «nostalgia del porvenir» a que se refería Maalouf, es un horizonte de crecimiento y bienestar que alcanzaremos si somos capaces de sentirnos unidos en torno a intereses e instituciones nacionales integradoras, fuertes y estables. La debilidad de un Estado y sus instituciones es un peligro para la democracia y su fortaleza es la garantía del buen funcionamiento de un sistema de libertades.