José M. Otero Lastres
Seguramente, mucho de ustedes oyeron hablar, más últimamente, de la llamada “separación de poderes del Estado”. Como se sabe, el Estado tiene tres poderes: el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial. El primero ejecuta la política del Estado, el segundo hace las leyes, y el tercero de que se aplique el ordenamiento jurídico.
Oímos tantas veces hablar de los poderes del Estado y cada uno de ellos en su respectiva función que convendría preguntarse quién fue el autor de dicha división, señalando que ninguno de ellos debe meterse en ámbitos diferentes a los que tiene encomendados.
Quién ha descrito la separación de poderes y que cada uno no debe inmiscuirse en los que no son de su ámbito, fue Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu que nació el 18 de enero de 1689 y el 10 de febrero de 1755. A este ilustrísimo ciudadano se le conoce simplemente como Montesquieu. Fue no solo un jurista, intelectual, historiador y filósofo político francés y su teoría la expuso en la obra “Sobre el espíritu de las leyes”.
La división de los poderes del Estado y el ámbito de cada uno de ellos es muy antigua y los juristas que defendemos la democracia lo tenemos muy presente: cada poder a lo suyo y que nunca se traspasen el ámbito que le corresponde.
Como saben muchos de ustedes, se ha celebrado el juicio contra el Fiscal General del Estado. Durante la celebración del juicio, el jefe del Poder Ejecutivo intervino expresamente comunicándole al Poder Judicial cómo debía ser la sentencia que habría que dictar la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Dijo que tendría que ser absolutoria y no condenar al Fiscal General del Estado.
Dos grandes errores del Poder Ejecutivo: meterse en el ámbito del Poder Judicial y decir que la sentencia debería ser absolutoria. La sentencia no siguió los caminos deseados por el Poder Ejecutivo, sino que en su propio ámbito y tras valorar la prueba admitida en el juicio decidió condenar al procesado por infringir el artículo 417.1 del Código Penal, precepto que dispone que: “La autoridad o funcionario público que revelare secretos o informaciones de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o cargo y que no deban ser divulgados, incurrirá en la pena de multa de doce a dieciocho meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de uno a tres años”.
La intervención constante del Poder Ejecutivo en el “camino” que debían seguir los miembros de la Sala Segunda del Tribunal Supremo suscita la sospecha de que el Poder Ejecutivo buscaba algo que no encontró. Todo lo cual da a entender que los intereses del Poder Ejecutivo iban más allá de referirse a una sentencia cualquiera que le disgustara, sino la de ser una decisión que afectaba a una política del principal partido de la oposición.
Los que hemos sido educados en un Estado de Derecho, con separación de poderes y cada uno en su propio ámbito, sentimos -al menos yo- dos satisfacciones: que la Sala Segunda del Tribunal Supremo haya actuado en su propio ámbito y sin dejarse influir por nadie y que examinadas las pruebas admitidas decidió condenar aplicando un artículo de nuestro Código Penal.
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