De Flandes a la «memoria democrática», la nueva leyenda negra contra España (Pepe Fernández del Campo)

Pepe Fernández del Campo (Pepe Celedonio)

A lo largo de su historia, España ha tenido que cargar con relatos que la desfiguraban. Ha sido víctima de una narrativa diseñada para despojarla de su alma y de su fe. Algunos nacieron fuera de sus fronteras, otros dentro, pero todos comparten la misma intención de negar la raíz católica de nuestra civilización. En el siglo XVI, mientras la Monarquía Hispánica defendía la unidad de la fe, los Países Bajos y la Inglaterra protestante difundían un retrato deformado de nuestra nación. España aparecía en los grabados y panfletos como un país cruel, ignorante y enemigo de la libertad. Aquella literatura de guerra sirvió para justificar rebeliones y conquistar voluntades, y terminó arraigando en el imaginario europeo como una verdad indiscutible. Así nació la leyenda negra.

Cinco siglos después, el método se repite con otros nombres, aunque ahora la demolición no procede del extranjero. Se cultiva dentro, disfrazada de justicia histórica y memoria. La llamada «memoria democrática» se ha convertido en un relato parcial que no busca entender el pasado, sino dictar una versión oficial. Su objetivo es borrar o minimizar todo aquello que contradiga una visión ideológica del siglo XX español, una nueva leyenda negra fabricada por quienes pretenden extirpar la raíz católica de España y reescribir su historia reciente según el canon del resentimiento. Si antes se nos denigraba por ser católicos e imperiales, ahora se nos acusa por haber resistido al comunismo. Cambian los actores, no la intención, y entre esas sombras se esconde la más silenciada de todas, la persecución religiosa que precedió a la Guerra Civil.

Entre 1934 y 1939 fueron asesinados miles de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos creyentes. No participaron en política ni portaban armas. Bastaba ser sacerdote o llevar un crucifijo para ser señalado. Esa tragedia, que la historiografía seria ha documentado con cifras escalofriantes, constituye una de las mayores persecuciones de la fe en la Europa contemporánea. Sin embargo, apenas tiene cabida en los discursos de la memoria democrática, que prefiere un relato maniqueo donde los malos son siempre los mismos.

La guerra no estalló contra una democracia, sino contra un régimen en proceso de radicalización. El Frente Popular no escondía su orientación marxista y su proyecto de revolución social. Las palabras de Largo Caballero, «España marcha hacia la dictadura del proletariado», reflejan fielmente aquel clima. Aquella oleada de odio, que comenzó mucho antes del 18 de julio, fue uno de los desencadenantes de la guerra. Sin embargo, la versión oficial actual prefiere callar esos hechos, porque reconocerlos implicaría admitir que la contienda no fue una lucha entre democracia y fascismo, sino entre fe y revolución. Frente a esa amenaza, una parte del país reaccionó. Aquella guerra fue el intento desesperado de una sociedad por defender su fe y su modo de vida.

La memoria democrática actual evita ese matiz y reinterpreta los hechos desde una lógica simplista, moralmente invertida. Los que atacaron templos aparecen como víctimas y los que los defendieron como fanáticos. Esa inversión es la que convierte el recuerdo en arma política. No se trata de un homenaje a las víctimas, sino de un relato moralmente dirigido que permite deslegitimar a medio país. Es una leyenda negra moderna, tejida con los mismos hilos que la antigua, con la culpa colectiva, el desprecio a la fe y la sospecha permanente sobre todo lo que huela a tradición.

Entre ambas épocas hay un hilo de continuidad que va más allá de la política. Los enemigos del siglo XVI y los del siglo XX compartieron una misma pulsión, la de expulsar a Dios de la historia y borrar el alma católica de España. Ayer fueron los reformadores protestantes, que veían en nuestra nación la muralla de la Iglesia romana. En el siglo XIX lo reactivó la masonería, que soñó con una España laica y desarraigada de su tradición. En el XXI, lo perpetúan las élites progresistas que identifican modernidad con negación del pasado. Todos repiten el mismo argumento con distinto lenguaje; España solo podrá regenerarse si renuncia a su raíz cristiana. Ese sueño de tabula rasa se repite como una maldición.

Menéndez Pelayo advirtió que «la historia de España se ha escrito muchas veces contra España». No lo decía con amargura, sino con preocupación. Lo que le inquietaba no era la crítica extranjera, sino la aceptación servil con que los propios españoles asumíamos los juicios de fuera. Hoy esa sumisión adopta otra forma, la de un Estado que legisla la memoria y convierte el olvido selectivo en virtud pública.

No es casual que esta nueva leyenda negra nazca envuelta en el discurso de la «memoria». La memoria democrática no busca recordar, sino seleccionar lo que conviene. Exhuma unos muertos y entierra a otros en el olvido. Habla de libertades, pero silencia las checas, las iglesias incendiadas, las monjas violadas, los sacerdotes fusilados. Cuando la memoria se convierte en política, la verdad deja de ser su fin y pasa a ser su víctima. Lo que se impone es una historia oficial que divide de nuevo a los españoles y niega el derecho al reconocimiento de quienes murieron por Dios y por España.

El paralelismo con la vieja propaganda protestante es asombroso. Entonces se difundían grabados donde el español aparecía como verdugo de indios o enemigo de la ciencia. Hoy se publican manuales escolares que describen a los nacionales como fascistas y a los revolucionarios como demócratas ejemplares. En ambos casos el propósito es el mismo, deslegitimar moralmente a España y su tradición católica. En ambos casos la mentira se disfraza de justicia.

La verdadera memoria democrática no tendría miedo a los hechos. Reconocería que hubo víctimas en ambos bandos y que muchas de ellas murieron solo por creer. Recordar no significa dividir. Significa asumir que la historia es más compleja que los eslóganes y que la reconciliación no se construye sobre la mentira. España merece una memoria que nos una, no una propaganda que nos enfrente.

De Flandes a Madrid, el método no ha cambiado. Primero se siembra la culpa, luego se impone el silencio. Pero la verdad, tarde o temprano, siempre vuelve. Porque hay cosas que ninguna ley puede borrar, y entre ellas está la fe de un pueblo que, con todos sus errores, nunca ha dejado de buscar la verdadera luz.

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