Editorial-El mundo despide a un Papa bueno

El mundo ha perdido a un hombre bueno. El Papa Francisco, el primer pontífice nacido en América Latina, ha fallecido dejando tras de sí una huella que trasciende credos, ideologías y fronteras. Fue, por encima de todo, un Papa cercano, humano, profundamente preocupado por las heridas del mundo: la pobreza, la exclusión, la guerra y la destrucción del planeta. Un líder espiritual cuya voz fue escuchada incluso por quienes no compartían su fe, pero sí su sensibilidad por la justicia y la dignidad humana.

Desde el momento en que asomó por primera vez al balcón del Vaticano y pronunció un sencillo “buona sera”, Francisco marcó un estilo diferente. Sin pompa, sin discursos grandilocuentes, sin tronos dorados. Eligió vivir en una residencia común, renunció a los títulos de poder y caminó por el mundo con la humildad como bandera. Fue un Papa que prefirió los gestos a las fórmulas, que habló más con sus actos que con sus encíclicas. Y cuando habló, lo hizo claro y fuerte, sin temor a incomodar a poderosos ni a desafiar costumbres arraigadas.

Su nombre papal, inspirado en San Francisco de Asís, no fue una casualidad. Llevó ese legado hasta las últimas consecuencias: el cuidado de la creación fue uno de los ejes de su pontificado. En tiempos donde la emergencia climática aún se discute en despachos tibios, Francisco alzó la voz con una contundencia inédita. Su encíclica Laudato si’, más allá del lenguaje eclesial, fue una llamada de atención global sobre el modo en que estamos destruyendo nuestro hogar común. Habló de ecología, pero también de responsabilidad social, de las consecuencias que la degradación ambiental tiene sobre los más pobres, sobre los que menos tienen y más sufren.

Francisco también fue el Papa de los márgenes. De los migrantes que cruzan desiertos y mares en busca de una vida digna. De los descartados por un sistema que convierte personas en cifras. Nunca dejó de señalar lo inaceptable del sufrimiento humano provocado por la indiferencia, el egoísmo o la codicia. Visitó campos de refugiados, abrazó a víctimas del hambre y la guerra, y pidió a Europa y al mundo mirar a los ojos a quienes claman por ayuda. No habló desde la comodidad de un escritorio: fue al encuentro del dolor.

Su preocupación por la paz lo convirtió en un mediador respetado en numerosos conflictos. No fue un diplomático tradicional, pero sí una figura moral cuya palabra podía inclinar decisiones. Su insistencia en el diálogo, su rechazo a todo tipo de violencia y su empeño en tender puentes entre culturas, religiones y pueblos, le valieron reconocimiento incluso de líderes ajenos al ámbito religioso.

A lo largo de sus años en el papado, Francisco evitó las trincheras ideológicas. No fue un líder de izquierda ni de derecha. Fue, simplemente, alguien que creyó que otro mundo es posible si se pone a las personas en el centro. Su figura fue incómoda para quienes se sienten más cómodos con una Iglesia cerrada, fría o lejana. Él, en cambio, abrió puertas. No cambió dogmas, pero cambió tonos, prioridades y formas. Y eso, en una institución tan antigua, es revolucionario en sí mismo.

Hoy, el mundo llora la muerte de un Papa bueno. No perfecto, pero profundamente humano. No infalible, pero honesto. Un hombre que eligió estar del lado de los últimos, que luchó por la dignidad de todos y que supo, como pocos, que la grandeza se mide en gestos pequeños.

Francisco no ha muerto solo como jefe de la Iglesia católica. Ha muerto como una de las voces morales más importantes del siglo XXI. Y en un mundo herido, su ausencia se sentirá como se siente la falta de aquellos que, en tiempos oscuros, decidieron ser luz.

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