José Carlos Enríquez Díaz
Hoy la tierra parece un poco más gris, porque ha partido uno de esos hombres que la hacen mejor con solo estar. El padre José Manuel Quintana Amado, sacerdote de la diócesis de Mondoñedo-Ferrol, nos ha dejado, pero su luz, su ejemplo y su memoria seguirán vivos en el corazón de todos los que lo conocimos, lo admiramos y lo quisimos.
Este sábado, a las cinco y media de la tarde, en la iglesia de Piñeiro (Cedeira), el obispo Fernando García Cadiñanos celebrará su funeral. No será solo una despedida. Será un acto de gratitud, una oración colectiva, un abrazo espiritual a quien consagró toda su vida al servicio de Dios y de los demás.
Desde su ordenación en Piñeiro en 1974, el padre Quintana vivió su sacerdocio como un acto cotidiano de amor. No fue un hombre que buscara el protagonismo. Nunca necesitó estar en primera fila para hacerse notar, porque su presencia hablaba por sí sola. Tenía esa rara capacidad de consolar con una mirada, de iluminar con una palabra, de abrazar con la voz pausada y firme de quien conoce bien el alma humana.
Era, ante todo, un hombre de fe profunda y serena, que predicaba no solo desde el púlpito, sino desde sus gestos, su generosidad, su cercanía. Era el tipo de sacerdote que nunca hacía sentir distancias, sino que tendía puentes. Un pastor con olor a oveja, como diría el papa Francisco. Un confidente, un amigo, un maestro, un ejemplo.
Quienes tuvimos la suerte de coincidir con él, sabemos que no era solo el sacerdote de misa diaria, sino también el que acompañaba a los jóvenes en los patios del colegio, el que conversaba con los abuelos en la plaza, el que visitaba a los enfermos sin que nadie se lo pidiera. Su labor pastoral fue fecunda y cercana, tejida con hilos de humanidad, paciencia y comprensión.
Y sin embargo, entre tantos momentos de entrega, hay uno que merece ser contado y recordado por siempre: el día que subió, sin miedo, a un barco griego donde dos polizones, enfermos y marginados, clamaban ayuda. Mientras muchos miraban hacia otro lado, temiendo enfermedades, contagios o consecuencias, él subió. Él no dudó. Fue el único que se atrevió. Llevó consuelo, alivio y dignidad a esos dos hombres olvidados por todos. No preguntó si debía hacerlo. Lo hizo, porque aquello no fue solo un gesto generoso, fue un verdadero testimonio del Evangelio vivo: compasivo, valiente, encarnado.
Ese acto habla con claridad de quién era verdaderamente el padre José Manuel Quintana Amado: un hombre noble, honrado y valiente. De los que ya no abundan. De los que marcan vidas sin pretenderlo. De los que no esperan aplausos, pero los merecen todos.
Hoy también queremos abrazar con el alma a su familia. Gracias Mercedes, que has sido siempre un ejemplo de cariño, dignidad y entereza. Agradezco profundamente tu generosidad al mantenerme informado con tanta delicadeza sobre el estado de salud de José Manuel. Me consta —y lo digo desde lo más hondo— que fue cuidado como se merece un hombre bueno: con amor, con presencia, con fidelidad hasta el final. Y a toda su familia, a cada uno de los que lo amaron, lo cuidaron y lo acompañaron con ternura hasta el final, queremos también extenderles nuestro abrazo. Sabemos que en cada rincón de su casa, en cada conversación compartida, en cada silencio, se siente su ausencia… pero también su presencia viva y luminosa. Gracias por haberlo sostenido con tanto amor, por haber sido parte de su vida y de su vocación, por haber sido su hogar. Hoy el consuelo más grande es saber que se fue rodeado de afecto y acompañado hasta el umbral por los suyos.
Mercedes, tu hermano fue grande en vida, y lo sigue siendo en nuestra memoria. Nos duele su ausencia, pero nos consuela saber que está en paz, en las manos de ese Dios al que sirvió con tanto fervor. Y aunque las palabras no alcanzan para consolar un corazón que llora, sí queremos decirte que no estás sola. Estamos contigo. Hoy y siempre.
Porque no se va cualquiera. Se va un referente, un guía, un amigo fiel. Se va un hombre que creyó, que amó y que vivió como hablaba: con coherencia, con alegría, con coraje. Se va el sacerdote que supo escuchar, acompañar y enseñar. El que ayudó a tantos jóvenes a encontrar su camino, el que transformó parroquias en hogares y la fe en una experiencia cercana y viva.
Mi familia también lo siente así. Mi madre lo recuerda con un cariño que no necesita explicación, y mi hermano —que hizo su Primera Comunión con él— aún guarda en su corazón esa voz firme y alegre que animaba las misas y llenaba la iglesia de una energía única. Él no era un sacerdote más. Era el padre Quintana, y eso lo decía todo.
Hoy no decimos adiós, sino gracias. Gracias por tanto bien sembrado, por cada palabra, cada gesto, cada acto de valentía y compasión. Gracias por haber sido, con todas las letras, un hombre de Dios.
Y aunque nos embargue la tristeza, también sentimos la paz de saber que su vida fue plena y su misión cumplida. Que el Señor lo reciba con los brazos abiertos, como él mismo acogió a tantos.
Porque creemos —sí, creemos con firmeza— que la muerte no es el final para los que viven en Dios. Que el amor no muere, que la entrega no se apaga, que la fe no se entierra. El padre Quintana no ha desaparecido: ha regresado al origen, al abrazo del Padre, al descanso eterno por el que tanto trabajó con alegría.
Su cuerpo descansa, pero su alma vive. Vive en el cielo y vive en nosotros, en cada joven al que animó, en cada enfermo que acompañó, en cada feligrés que se sintió menos solo gracias a él.
No tengamos miedo al dolor. Vivámoslo con la esperanza cierta de que volveremos a encontrarnos. Porque la promesa de Cristo es clara: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá.»
Y nosotros creemos. Creemos que José Manuel vive ya la plenitud de la Vida que no acaba.
Descanse en paz, hombre de Dios, amigo del alma, sacerdote valiente. Que tu luz no se apague nunca en nuestros corazones.