Bajo una silenciosa desesperación

Victor Corcoba Herrero/escritor-(corcoba@teleónica.net)- ALGO MAS QUE PALABRAS

Son muchas las personas en el mundo que viven la vida en una silenciosa desesperación. Tenemos hambre de esperanza. Las dramáticas situaciones que el ser humano vive en distintos horizontes, con sus injusticias, sus desigualdades y desavenencias, realmente nos dejan sin aliento. Verdaderamente tenemos que poner ética en nuestros motores y clarificar las pasiones. Lo peor es caer en el desaliento. Siempre hay motivos para luchar contra este caos que, en la mayoría de las veces, nos ha venido impuesto. De una sociedad que utiliza a mendigos a los que disfraza de empresarios como testaferros, se puede esperar cualquier cosa. En efecto, cuando la relación de convivencia degenera y se trastornan valores humanos, no hay manera de ver luz por ninguna parte. Esto nos exige, desde luego, una transformación profunda de modos de ser y de maneras de vivir.

Para empezar, ya está bien de que cada día seamos menos dueños de nosotros mismos. Hay un poder excesivo, naciente del entramado económico y político, que se creen los señores del mundo, que actúan como si la ley no existiese para ellos, que trafican con la mentira, dispuestos a seguir aplastando a una ciudadanía que lo que quiere es trabajar, para dignificarse como persona. Los peligros son enormes ante el intento de huir de una vida sin futuro. El insaciable afán de concentrar poder y recursos en unas pocas manos lo que hace es generar un poder absoluto de unos contra otros. Allí donde hay desesperación, es barato y fácil comprar favores sexuales, hacer negocio y practicar la violencia. Así, por ejemplo, los tratados por los que se prohíbe la tortura apenas consuelan a nadie, puesto que los torturadores siguen abusando impunemente de sus presas. Predicar y no dar trigo, para nada disminuye la desesperación de las gentes.

En cualquier caso, tal y como está la situación actualmente, ninguno de nosotros puede sentirse satisfecho sabiendo que la crisis de esperanza es una realidad en la familia humana. A determinados poderes no les interesa liberar a toda la humanidad de la miseria. Hablan de metas inalcanzables y de plazos que no se pueden cumplir. Dignificar la vida para todos no está en ninguna agenda de poder actual. Esta es la realidad que tanto nos abruma y deprime. No sólo nos acosan ciertos poderes, también nos ahogan.  Y es este bloqueo de ahogo el causante de todo tipo de angustias y dramas. Por eso, la corrección de las grandes injusticias políticas y económicas que asolan el planeta, es algo fundamental. Cuánta más ciudadanía viva en condiciones dignas, mejor nos sentiremos todos, y todos estaremos más esperanzados. Pues manos a la auténtica solidaridad.

La esperanza del cambio es tan necesaria como precisa. Todo cambia, nada es.  Nadie se baña en el mar dos veces porque todo cambia con las olas. No hay que temerle, en consecuencia, a los cambios. A propósito, decía Octavio Paz, que «las masas humanas más peligrosas son aquellas en cuyas venas ha sido inyectado el veneno del miedo, del miedo al cambio», y no le faltaba razón, porque ante actitudes desesperantes hay que cambiar de actitud. No hay más remedio que hacerlo si queremos despojarnos del recelo a vivir, debemos unir nuestras manos de manera solidaria y enfrentarnos juntos a las frustraciones. Quizás debamos reordenar nuestras prioridades y ver que las soluciones requieren de la comprensión de todos para con todos. Quizás debamos bajar del pedestal del poder a los corruptos y ver que sus hazañas viven de la pobreza. Quizás debamos democratizar las instituciones y dotar de significado el concepto de igualdad soberana de todos los países. Quizás debamos, en suma, ser más nosotros mismos y ver que nosotros también cambiamos.

Reconozco, por otra parte, que la desesperanza algunas veces nos acobarda y otras nos envalentona hacia la locura. Multitud de personas huyen a diario de situaciones en conflicto para encontrar refugio y lo que encuentran, en cambio, es la muerte. Frente a estos hechos no se puede guardar silencio. También hay una arrogancia despiadada de líderes afanados en querer dibujarnos un panorama de bienestar que no es tal. Se olvidan que todos dependemos de todos. Por cierto, cada día hay más servidumbre en la dependencia entre ricos y pobres. Sin trabajo y con una demanda de obra barata, la exclusión se acrecienta e, inevitablemente, como digo, surgen nuevas formas de sumisión totalmente despreciables.

La experiencia de tantos desórdenes infunde en la sociedad un gran mal. Cuando se pierde el hábito del trabajo y el espíritu de la conciencia crítica, entramos en un ciclo de inestabilidad social, que es destructivo no sólo para la vida del individuo, sino también para toda la colectividad. No podemos permitirnos que este círculo vicioso inunde todo el planeta. Lo mismo sucede con el hábito de la honestidad o de servicio a los demás. Al final, todos perdemos bajo este clima desesperante, que nos exige más acción, más voluntad de querer y más compasión hacia los débiles.

Sin duda, debemos profundizar en las nuevas relaciones de interdependencia entre pueblos y ciudadanos, para que ningún vecino pueda sentirse desesperado y solo. Tenemos que decir que la justicia resulta particularmente importante en el contexto actual. A pesar de tantas proclamas está seriamente amenazada por la intromisión de ciertos poderes que también la asfixian y la asedian. Para desgracia, además, la dimensión humana tampoco cotiza en la promoción de un desarrollo justo. Ha llegado, pues, el momento de poner freno a este huracán de fuegos inmorales e injustos que todo lo manipulan en favor de los poderosos. Que nadie desespere por la lucha de un bien colectivo. Como dice un proverbio: «Si cada uno barriera delante de su puerta, ¡qué limpia estaría la ciudad!». Al final todo se resume en esta cuestión, en la de verse en el prójimo como a uno mismo. Dicho queda esperanzadamente mientras tenemos vida.

 

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