La pobreza tiene hoy muchos rostros. Se refiere a todas las realidades de vulnerabilidad y exclusión, de sufrimiento y dependencia, de injusticia y fragilidad que existen a nuestro alrededor.
Por desgracia, nunca está lejos de nosotros. Entre estos rostros de los pobres están los que no tienen lo necesario para llevar una vida digna, aquellos que carecen de medios económicos básicos. Pero también los que tienen que huir de sus países para no seguir sometidos a la pobreza, la violencia, la guerra o el hambre; los que sufren abusos y violencia, especialmente las mujeres; las personas que sufren adicciones; el mundo de la cárcel y del sinhogarismo; las víctimas de la trata, de la explotación y del racismo; las minorías excluidas o los ancianos abandonados; los trabajadores que no ven reconocido su derecho a un trabajo digno; las personas, especialmente jóvenes, que sufren una pobreza espiritual porque se encuentran solos o no descubren sentido a su vida, ni han encontrado al Dios “amigo de la vida”…
Son rostros de personas concretas, vecinos nuestros que habitan nuestras mismas ciudades y aldeas. En una sociedad profundamente desigual e individualista, que acrecienta escandalosamente las diferencias económicas y sociales, que busca asegurar el bienestar y silenciar lo que pueda desasosegar nuestra plácida comodidad, ¿por qué fijarnos hoy en los pobres y ponerlos en nuestro punto de mira? ¿Por qué, como nos invita sabiamente la Escritura, no debemos de apartar nuestro rostro del pobre? ¿Tiene sentido dedicar, como hace la Iglesia, una jornada a fijarnos en los pobres?
Para los cristianos, la respuesta a estas preguntas va más allá de la necesaria solidaridad que anida en el corazón de todo ser humano. No se trata tampoco de un gesto de puro altruismo ni de justicia que surge de la urgencia de construir sociedades centradas en la persona. Para los cristianos, en nuestra relación con los pobres se encuentra la esencia y el contenido central del Evangelio.
Como nos recuerda el papa Francisco, “estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos”.
En efecto, los pobres son esa cercana y andante “tienda del encuentro”, como la que utilizaba Moisés en el desierto, para encontrarse con el mismo Dios. Y al encontrarnos con Dios, sabremos mejor quiénes somos. El libro del Éxodo nos dice que, cuando acudía a esta tienda, su rostro se transformaba en aquel lugar sagrado penetrado por su presencia. De la misma manera, en los pobres los creyentes nos encontramos con el propio Jesús que con ellos se identifica. Por eso, la opción por los pobres no es arbitraria, sino consecuencia de nuestra misma fe cristológica.
Durante esta semana he tenido la suerte de visitar diferentes realidades y entidades que están cerca de estas periferias humanas. Agradezco y reconozco su empeño por escuchar, acoger, visibilizar, ayudar a tantas personas.
Como dice el papa Francisco, “el interés por los pobres no se agota en limosnas apresuradas, exige restablecer las justas relaciones interpersonales que han sido afectadas por la pobreza”. En ese sentido, todo esfuerzo es poco por hacer una sociedad más inclusiva, justa y acogedora que trabaje por los derechos de todos. Junto a ello, la cercanía a los más pobres nos ha de llevar al don y el compromiso de vivir la pobreza y de servir a los pobres.
La Jornada Mundial de los Pobres nos interroga a todos, pero especialmente a los cristianos. En ese sentido, me parecen interesantes estas palabras de Francisco que critica a los “cristianos que comentan, debaten y exponen teorías, pero no conocen por su nombre ni siquiera a un pobre, no visitan un enfermo desde hace meses, no han dado de comer o han vestido a nadie, nunca han estrechado amistad con un necesitado olvidando que el programa del cristiano es un corazón que ve”. Este ha de ser nuestro empeño.
Fernando García Cadiñanos
Obispo de Mondoñedo-Ferrol