Pedro Sande García
Hace unos años, cuando vivía en la frontera por la que se entra en la madurez y se abandona la juventud, alguien me habló de hacer el Camino de Santiago. La única palabra, si así se puede denominar, que puede pronunciar fue Bufff. Mi expresión facial fue un complemento perfecto a mi expresión verbal.
Quien me iba a decir que años después, cuando ya solo me queda una frontera que cruzar, la de la madurez a la vejez, el 22 de mayo de 2023 iniciaría mi primera experiencia en una de las rutas del Camino de Santiago. A lo largo de mi vida he tenido, tanto en el plano personal como en el profesional, múltiples, intensas y en algunos casos excitantes experiencias. De todas ellas, El Camino de Santiago, en su ruta del Camino Inglés, tendrá un lugar destacado en el pódium de las más intensas y apasionantes. He esperado casi 15 días desde que terminé el Camino para empezar a escribir esta crónica, quería hacerlo una vez que el recuerdo se había aposentado en algún lugar desconocido de mi hipocampo.
Creo que fue hace tres años cuando comencé la práctica de una nueva actividad, una más de las que me han convertido en discípulo de muchas cosas y maestro de nada, el caminar. Caminar se ha convertido para mí, tanto desde el punto físico como desde el punto de vista emocional, en una perfecta tarea sanadora de esos dos aspectos que con los años es necesario cuidar con esmero y cariño. Cuando mis caminatas diarias comenzaron a superar la decena, la veintena y en algunos casos la treintena de kilómetros fue cuando de nuevo, en este caso mi mujer, me propuso hacer el Camino de Santiago. Esta vez el Bufff se convirtió, casi de manera inmediata, en una búsqueda exhaustiva de todo lo relacionado con el Camino, tanto en su historia como en todas las cuestiones y mínimos detalles a tener en cuenta para su ejecución. Además de la enorme fuente de información que tenemos en la red tiré de la experiencia y conocimientos de
personas cercanas para que me asesoraran en mi nueva experiencia. Preguntar, dudar e investigar son actividades que me apasionan cuando decido iniciar una nueva actividad o tomar una decisión sobre algo desconocido para mí. Desde el primer momento en que coloque encima de la mesa todas las posibles rutas a realizar no tuve ninguna duda en la elección, sería el Camino Inglés saliendo desde mi ciudad natal, Ferrol, Ferroliño para los que allí nacimos. Así fue como el 22 de mayo de 2023 inicie los 115 kilómetros y las cinco etapas que me llevaron hasta Santiago de Compostela. En cuanto a los kilómetros recorridos hay discrepancia entre lo que las aplicaciones del reloj y del móvil me dijeron y las diferentes informaciones que se pueden encontrar en la red. Yo he decidido usar el certificado que me expidió el 26 de mayo de 2023 el Cabildo de la Santa Apostólica Metropolitana Catedral de Santiago de Compostela.
Mi primera experiencia del Camino la realice solo y así fue como salí de Ferrol el día señalado a las ocho de la mañana. Y aunque salí sin compañía ocurrió lo que me habían dicho los expertos, el Camino nunca se hace en solitario. Y esto ocurre ya que a lo largo de su recorrido te encuentras multitud de peregrinos, caminantes y gentes con los que unas veces te paras a hablar, a tomar un café o simplemente a saludar con esas dos palabras mágicas que todo el mundo utiliza, sea cual sea su nacionalidad o idioma, «Buen camino». Palabras que me recuerdan la expresión que se usa en Costa Rica para mostrar amabilidad, «Pura Vida». En ningún momento del Camino, hasta en las situaciones en las que recorrí en solitario parajes tanto de asfalto, campos cultivados, lugares boscosos o crucé por algún pequeño núcleo de población sentí algo parecido a la soledad. Hace unos años un profesor de mindfulness me sugirió un ejercicio para realizar en mis caminatas por los parques y las calles de Madrid, como ejemplo me propuso que me detuviera delante de un edificio y solo lo observara sin hacer ningún juicio de valor. Les tengo que decir que para mí fue una tarea imposible, ante un estímulo externo nuestros sentidos envían una orden al cerebro, que de forma automática, genera un juicio de valor. Cambiar este automatismo no es nada fácil y requiere mucho entrenamiento. Ocurrió uno de los días que caminaba por una carballeira, denominación en gallego de lo que es el término robledal en castellano, de repente me di cuenta de que no sentía nada, ni positivo ni negativo, mis sentidos solo captaban lo que me rodeaba y mi mente no emitía ningún juicio de valor. En aquel momento, si fuera Arquímedes hubiese gritado eureka, pensé con enorme satisfacción que había conseguido lo que me mi maestro de mindfulness me había sugerido, y lo había conseguido sin habérmelo propuesto. A partir de aquel instante fueron muchos los momentos en los que conseguí llegar a ese perfecto equilibrio que te permite disfrutar de lo que te rodea sin enjuiciar nada y sin añadir ningún tipo de calificativo.
Durante los cinco días que duró el Camino me dediqué a escribir un pequeño cuaderno de bitácora donde resumí el acontecer de cada día. Lástima que dicho cuaderno lo plasme en el notes del móvil y cada vez que lo reviso me doy cuenta de lo penoso que resulta escribir textos largos en una herramienta que se ha creado para redactar breves notas. En cualquier caso ese cuaderno de bitácora me ha servido para guardar los recuerdos y poder rememorarlos cuando el cerebro los oculte. Empezaré por las personas que me acompañaron a lo largo del Camino, con las que tuve la suerte de entablar agradables conversaciones. Gabriela, Peter, Charles, Andi, Rocío, Elíseo y muchos de los que nunca sabré su nombre, tampoco puedo olvidar los dos peregrinos de cuatro patas, dos perros de aguas, que me vinieron a saludar mientras reponía fuerzas a media mañana. No sé si su acercamiento fue por pura amabilidad o por la atracción de la barrita energética, el plátano, las ciruelas y las nueces que me tomaba todos los días. El contraste entre los diferentes lugares por los que transite, el asfalto de las carreteras, las sendas arboladas, los campos de cultivo, los caminos de bosque autóctono con su sombra protectora en contraste con la nula protección solar que da el eucalipto invasor.
Una Galicia que hay que caminar y que nos muestra que en tierras que pueden parecer remotas y asiladas siempre aparece algún lugar habitado, casa solitarias, en perfecto estado de conversación, que confirman la enorme dispersión poblacional que existe en Galicia. Si tuviera que destacar alguno de esos lugares sin duda sería el entorno de la casa rural en la que me aloje cerca de Bruma. Cuando caminaba por el frondoso río que la bordea, con la única compañía del ruido del agua y la vista de los molinos que lo jalonan pensé en que habiendo sitios como aquel era difícil entender la razón de haber creado inmensas ciudades y horribles autopistas. En el cuaderno de bitácora no podía faltar, siendo Galicia el lugar de peregrinación, referencias a la gastronomía. Parrochitas, jurelitos en escabeche, pimientos de Padrón, caldo, lacón, requesón con miel, manzanas del huerto, sargo, jurel, caballa, mejillones, pulpo, queso, vinos de la Ribeira Sacra y por supuesto el pan y las patatas que todo lo acompaña. Fue el alto ritmo de mi marcha, entrenado en mis caminatas madrileñas, lo que permitió que el recuerdo de esas calorías no se quedara agazapado en mi cuerpo.
Termino este artículo en el mismo lugar donde finalizó el Camino, la Plaza del Obradoiro, en la cual he estado muchas veces pero nunca había sentido la emoción que me envolvió cuando entré, bordeando la Facultad de medicina, por la Rúa de San Francisco. En ese momento sentí lo intensas, gratificantes e inolvidables que habían sido las sensaciones que me había proporcionado mi primer peregrinaje.
Me despido de ustedes con el habitual «Cuídense mucho», añadiré esta vez otras dos palabras, que sus vidas se guíen por un «Buen Camino».