José Perales Garat
De mi niñez recuerdo el helado de fresas con nata de Ramos, el primero del año para los niños de entonces, que estrenábamos zapatos el Domingo de Ramos porque al que no estrena le cortan las manos, y que los pies ya me dolían durante todas las celebraciones. Lo siento por el que no le interese mi Semana Santa, pero como me consta que es muy similar a la de muchos ferrolanos, trataré de contarla con todo el sabor que pueda, aunque trufado con cosillas que no
tienen nada que ver con la comida. Allá vamos.
Las procesiones, entonces, no tenían la aceptación popular ni la vistosidad que tienen hoy en día, y no fue hasta mi primera adolescencia cuando empezó el resurgir que nos ha traído nuestra fiesta más famosa. En aquellos años, Loti hacía el papel que hoy hace Parada Dulce, con su educadísimo e ilustrado responsable explicándonos los entresijos de las pipas.
Comprábamos en duros, claro, y él pesaba pacientemente nuestras humildes compras, trabajando con la parsimonia con la que se trabajaba antes.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces: En casa tenemos la neo–tradición de celebrar las vacaciones escolares comiendo en El Trilli; no hace falta que os cuente mucho de uno de mis mesones favoritos de Ferrol, pero sí he de deciros que para un (mal) católico como yo, es uno de esos sitios en los que puedo comer un Viernes de Dolores, hacer abstinencia de carne y salir con la conciencia tirando a poco tranquila: sus magníficos chipirones, las zamburiñas a la plancha, las parrochitas, los calamares, el pulpo, la tortilla… en Galicia es casi más difícil saltarse el precepto que no hacerlo, y así empezamos siempre.
Ferrol cambia de ritmo durante estos días, con el regreso de muchos de los que pudieron o quisieron escapar, y por eso ya desde hace tiempo nos reunimos en la casa familiar a cenar, este año con una propuesta que debería popularizarse en la ciudad, dada la fauna cada vez más abundante: minibocadillos de jabalí asado con salsa de manzana y alioli, regados con vino, guitarras y mucho amor fraterno.
El Jueves Santo repetí con otra costumbre muy arraigada en mi familia, y preparé un cordero pascual (de Valladolid, esta vez) con pan ácimo y hierbas amargas. Esta tradición la adopté para siempre de una vez que la hizo mi madre, y rememora las comidas judías de Pascua, como fue la Última Cena; desde hace muchos años, acompañamos las pitas con una versión sin pepino de la salsa de yogur griega. Este es otro tema que, como con el jabalí, creo que podría popularizarse un poco más, dado que las ovejas dan leche, dan lana, y te mantienen toda la semana, aunque no las tengas en una cabaña. Ni que decir tiene que por la tarde, tras asistir a los oficios y visitar los monumentos, me dirigí a Alexandra’s a comprobar si había logrado emular el helado de fresas con nata de Ramos, ante lo que tengo que decir que, pese a que no lo han presentado aún en sociedad, me tomé uno de los helados de café más ricos que recuerdo.
El Viernes Santo decidí arriesgarme con una fusión gallego-gaditana, y preparé unos garbanzos con langostinos y grelos que, para ser la primera vez, dieron un resultado más que aceptable. Además de eso, mucho callejeo y el (para mí incuestionable) bocadillo de tortilla del Viernes Santo, tradición que adquirí en mis años de portador del San Juan, con apenas un par de horas entre el Santo Entierro y Los Caladiños. Ya os he dicho que yo no soy del Madrid ni del Barça, por lo que me lo tomé en el Ankha, en el que el maestro Samu Curbeira sigue preparándolos como los ángeles (en mis años mozos lo tomaba en el desaparecido América, con sus lepantos y gorras del Ejército colgadas por las paredes, regalo de los soldados y marineros de la mili).
Y miles de personas, distintos acentos, miradas expectante, ilusión desbordante, emoción contenida, turistas de diferentes orígenes, locales abarrotados y el comentario generalizado de que la Semana Santa de Ferrol ha vuelto por donde solía, con un tiempo que esta vez sí acompañó y con muchísimas más luces que sombras.
Y todo este rollo os lo cuento porque en estos días de torrijas y tronos, Ferrol ha sido el destino turístico con más ocupación hotelera de Galicia, superando incluso a Santiago, Sangenjo o La Coruña, y eso es porque esa fusión de culturas y tradiciones, con ese dinamismo que demuestran los responsables de su organización en el que se busca una constante renovación basada en una tradición cuatro veces centenaria, es un ejemplo perfectamente aplicable a casi cualquier ámbito de nuestra vida, especialmente a la cocina: el ser inteligente, inquieto, activo e innovador no quiere decir necesariamente que haya que romper con lo anterior, sino que muchas veces es mejor basarse en las cosas que llevan funcionando mucho tiempo para así, sobre unos cimientos fuertes, construir un futuro al que nunca hay que tratar de adelantarse.
Y por eso el hecho de que yo haya aprendido a cocinar una cena que se cita en el Antiguo Testamento y que fue la última que celebró Jesús con sus discípulos, no quiere decir que no pueda incorporar grelos a una receta tradicional de los salineros andaluces, y eso no pasa porque yo sea mucho más que un aficionado a los fogones, sino porque creo que es imposible innovar antes de saber cómo se han hecho las cosas antes y sin haber aprendido de los que han llegado a ser maestros de las artes, también las culinarias.
Y por eso deseo que las cosas sigan así, avanzando paseniño pero sin quedarse agarradas a ninguna de las anclas que nos recuerdan cada día que, aunque en Ferrol construyamos las fragatas más avanzadas del mundo, eso no sería posible sin que las inventáramos en el Siglo XVIII… y a mí con la cocina me pasa un poco lo mismo: a veces pienso que, en la Vía Dolorosa, los antiguos hebreos comían pipas al paso de los condenados a morir en la cruz, como se sigue haciendo hoy en esas calles tan atlánticas y que tanto beben de una cultura mediterránea que llegó con los marinos y con los frailes mucho antes de que existiera la
Magdalena, tal vez cuando los franciscanos comenzaron a hacer procesiones por Ferrol Vello allá por las postrimerías del Siglo XVII, o incluso antes, que de esas cosas, en realidad, sabemos poco.