José Perales Garat
Con este artículo cierro mi primer año como colaborador de Galicia Ártabra Digital, y no puedo más que agradecer que todavía haya gente que me siga leyendo pese a mis limitaciones expositivas y mi relativamente escaso caudal de conocimientos, y lo hago de todo corazón, aunque lo de los conocimientos no creo que sea lo más importante a la hora de hacer las cosas bien.
Aunque la educación no me permita decir la edad que tiene mi madre, os contaré que mi abuela contrató a una muchacha cuando contaba con apenas unos meses; digo mi madre, no la muchacha, que tenía unos diecisiete. Después ocurrió la guerra, y la posguerra, y los años de la autarquía, y los de la apertura, y los de la transición… y la muchacha, que ya no lo era tanto, pasó a formar parte esencial de nuestra familia hasta el punto de que yo, cuando niño, ignoraba cuál era el parentesco que la unía a nosotros. ¡Que sabía yo de la vida y de los lazos que teje! Pero el caso es que esa joven de Castro, Carmen, ya se quedó para siempre y nos dio un ejemplo de entrega que creo que es una parte importante de lo poco bueno que pueda tener (lo otro poco me lo dieron mis padres y hermanos, lo malo, ay, es cosecha propia).
La cosa es que la vida de Carmen en ese Lugar do Agrande en el que pasó su niñez fue tan dura que su padre emigró a Argentina durante más de una década, que la mayoría de los descendientes de su abuelo, el Tío Dios, tuvieron que luchar y trabajar muy duro para salir adelante, y que Carmen nos dejó bastantes perlas de sabiduría popular que en mi familia se siguen utilizando como faros para alumbrar nuestro camino, bastante más fácil que el que ella tuvo que recorrer. Cuando nos hablaba de su niñez y de la escuela a la que iba, todo era una sucesión de “lindar as vacas” e ir a casa a comer el caldo, que era la dieta diaria en su familia y que sólo variaba sus ingredientes con el paso natural de los tiempos de la huerta y con las ocasionales compras de sardinas lañadas y de berberechos que traían las mariscadoras en capachos desde la Gándara. Además de eso tenían alguna vaca de la que sacaban leche para beberla a diario y hacer queso y mantequilla y, cuando podían, compraban “un perico” (un cabrito) que criaban con las vacas y mataban para el patrón. Del cerdo que mantuviesen con las “lavaduras”, sacaban carne para parte del año, y de vez en cuando hacían pan, para lo que se coordinaban con los vecinos, porque encender el horno era muy caro.
Carmen guardaba un recetario corto pero incontestable, con unos platos que ninguno de los que cocinamos en casa hemos podido igualar, salvo ese bocadillo que nos hacía todas las noches con huevos revueltos y salchichas cortadas a lo largo que no se puede mejorar ni echándole pepinillos agridulces de Mercadona, por más que digan las malas lenguas, y eso en caso de que te gusten los pepinillos agridulces, que no es mi caso.
Mi abuela, a la que también bautizaron como Carmen (nombre que creo nunca utilizó), le enseñó a cocinar el arroz, las croquetas y algunos guisos untuosos de falda de ternera que ella preparaba con medidas no utilizables para el común de los mortales; Carmen, no era mujer de remilgos, y decía que le gustaba todo:
– Carmen ¿A ti te gustan los berberechos?
– A mí me gusta todo.
– ¿Y las setas?
– No, las setas no.
De esas dos Cármenes de mi familia salieron muchas más: mi tía, mi hermana y varias de mis sobrinas, aunque pocas utilicen su verdadero nombre y la mayoría desarrollen su vida bajo nombre supuesto, cosa que a ella le parecía fatal porque le parecía que tenían un nombre precioso.
Y aunque ya os contaré muchas más cosas acerca de ese regalo que nos hizo Dios poniéndola en nuestra vida, os explico -por si hace falta- el título de este artículo: a lo largo de sus más de noventa años de vida, Carmen conoció a muchas gente “con pretensiós” que gustaba de quedar bien con los de fuera pese a la precariedad de su situación. Eran años de apreturas, sin duda, y algunos prefirieron tratar de aparentar una situación más desahogada de la que realmente tenían, a lo que Carmen sentenciaba siempre igual, dejándonos clara su rotunda negativa a compartir tales actitudes: «sopa de merda en sopera de plata», y ya no hacía falta nada más.
La de cosas que tenemos que aprender acerca de las apariencias y de lo verdaderamente importante de mantener nuestra propia esencia resumida en una frase que, de tan acertada, merece entrar en el Olimpo de lo perfecto, como ese nombre de Carmen tan bonito para todos los ferrolanos y que tanto significa para nuestra marinera ciudad. Dentro de unos días Carmen cumpliría ciento tres años, y todavía me admiro al pensar que conviví la primera parte de mi
vida con una mujer que vivió con Alfonso XIII, con Primo de Rivera, con la Segunda República, con Franco, con Suárez, con Calvo Sotelo, González, Aznar, Zapatero y que nació cuando Europa todavía se curaba las heridas de la gran guerra. No quiero imaginar lo que diría ahora viendo que volvemos a caer en los mismos errores que cuando ella era niña y presenció un fusilamiento en la tapia de un cementerio.
“En la guerra muchos acusaban a otros y los denunciaban, y después también, pero era para quedarse con sus cosas y por problemas que tenían de antes, no porque fueran de ningún bando”. Carmen era sabia, sabia de verdad, y lo mismo alababa a un señor que criticaba a otro, y lo mismo te decía que alguien de escasos recursos era malo que te decía que era bueno. Y cuando eso te lo enseña alguien capaz de medir líquidos con la mirada y de meter los dedos en aceite hirviendo sin quemarse para ver si está caliente, ha de ser tenido en cuenta como verdad incontestable, como lo de comer «sopa de merda en sopera de plata«, afición que se dice que está regresando con fuerza como tendencia gastronómica; esperemos que sea una moda pasajera.