Sabores ártabros-En la Cabana, en sus mesones, en sus orillas…

José Perales Garat

Lo de la depuración nos hacía falta como el comer, aunque no tanto como a las aves que, cada vez más numerosas, se apiñan en ese limo de La Malata en una incesante búsqueda de lo que sea que coma cada una: gaviotas argénteas, reidoras, garcetas, garzas reales, cormoranes, ánades, torcaces… hasta un lego en la materia como yo es capaz de asimilar que esa profusión de vida está directamente relacionada con algo que también nos beneficia a nosotros, a nuestra salud y a nuestro sentido del olfato. La depuración no se ve, en absoluto, sólo se nota, como la experiencia, la maestría y tantas otras cosas, y por eso centenares de bípedos de diferentes atuendos y plumajes nos afanamos por las riberas de la Ría en cuanto el tiempo nos deja la oportunidad de hacerlo, como el pasado sábado.

No importa dónde, pero el otro día observé el tranquilo paso de cuatro sargos de buen tamaño que sin duda eran los protagonistas de las numerosas cáscaras de ostras, zamburiñas, vieiras y mejillones que se veían dispersadas por la zona, supongo que con la ayuda de algún pulpo y de algún despistado besugo o algún otro pez; la ría se está recuperando desde aquella tarde de abril de 2017 en la que se conectó el primer interceptor y se encendieron los tanques de tormenta, y la vida surge por doquier mientras ese plomizo marrón que entristecía el fango cargado de nutrientes se empieza a convertir en una alfombra verde que mejora día a día.

Mi familia y yo somos andariegos, costumbre heredada por el matrimonio presidencial de nuestros padres, que también lo fueron, y decidimos que nada podía tener de malo dirigir nuestros pasos hacia esa joya que se va descubriendo día a día como un remanso de bullicio al que no han llegado todavía los ocasionales turistas y visitantes que cada día nos visitan con más asiduidad. Es posible que el único efecto negativo constatable de ese paseo es para el bolsillo, porque llegas con más hambre que si coges el coche para acercarte hasta allí. Estoy hablando de La Cabana, claro.

Llegamos a eso de las dos, y ya desde el Promontorio escuchamos que algún grupo ferrolano de cantos de taberna se desquitaba del bienio de restricciones y tristeza, y precisamente nos encontramos con la antítesis de estos años de epidemia: bullicio, alegría, ruido, música, camareros sudorosos, el sonido de las copas brindando y los sones de una conocida canción loando a la capital de Puerto Rico, lo que nos animó a reservar mesa en un mesón y tomar un
aperitivo en la Taberna da Moura, que consistió en un exquisito guiso de patatas y verduras con lacón y un rustido que casaba todo lo anterior en una perfecta combinación.

Tras calmar el apetito inicial, dirigimos nuestros pasos al Mesón da Cabana, donde nos deleitamos con unos berberechos tan buenos como siempre, un marrajo perfectamente cocinado, unos chipirones deliciosos, unos chicharrones sencillamente insuperables, un pollo rebozado de los que pueden salir perfectos o regular (en este caso perfecto) y unos postres con los que calmé mi ausencia de freixós, ya que este año los astros se habían alineado para que sólo hubiese tomado filloas de caldo. Cada uno tiene sus lugares comunes, claro, por lo que es posible que algunos hayáis abandonado la lectura al no compartir conmigo ese recuncho de Ferrol, pero yo regresé a aquellos lejanos años en los que al volver de Doniños evitábamos el atasco bajando por el Monumento ao Fígado y aparcábamos en La Cabana llenos de arena y de sal y nos tomábamos una ración de berberechos con una copa de vino blanco o una cerveza.

Y en esa patria chica, en ese recuerdo permanente a tiempos ya remotos, en esa maestría en  hacer bien lo sencillo, nos sumimos en un sopor que sólo era ocasionalmente interrumpido por el trasiego de las raciones, por los cantos de taberna y por el ocasional graznido de una de esas aves que se ha unido al jolgorio, y recordé lo poco que hace falta para ser feliz cuando eres de los que, como yo, no puedes ser más feliz que compartiendo con los tuyos momentos
que, seguramente, se quedarán grabados en tu alma como si un fuego indoloro te marcase.

Y claro que volveré, y espero que no cambie demasiado, sólo que mejore y se arregle, para que un día alguno de mis descendientes diga algo así como “me encantaba venir con papá a comer berberechos” o “pues a veces veníamos andando con el abuelo y pedíamos chicharrones y nos dejaba probar el vino”, porque así sabré que he cumplido con ese encargo de transmitir el legado que recibí de otros, como en la letra de esa canción que sonaba cuando
llegamos:

                                          “… pero el tiempo pasó y el destinó burló mi terrible nostalgia
                                           y no pude volver al San Juan que yo amé, pedacito de patria
                                           mi cabello blanqueó, ya mi vida se va, ya la muerte me llama
                                           y no quiero morir, alejado de ti, Ferroliño del alma”.

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