José Carlos Enríquez Díaz
Juan Pablo II, en su carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis, explica claramente que la ordenación de mujeres no es ni será permitida porque «la Iglesia no tiene de ninguna manera la facultad de darle a las mujeres la ordenación sacerdotal, y esta sentencia debe ser considerada de modo definitivo por todos los fieles de la Iglesia».
San Agustín afirmó que la inferioridad de la mujer pertenece al orden natural. Tomás de Aquino la define como un «varón imperfecto«. Lutero habla de las mujeres como inferiores de mente y cuerpo por haber caído en la tentación. La iglesia postapostólica cometió el error de interpretar los escritos del apóstol Pablo a través de los ojos de Aristóteles, Platón, los filósofos estoicos, los rabinos judíos e Ireneo o Jerónimo entre otros. A partir del siglo II después de Cristo los paganos empezaron a criticar el papel preponderante que tenían las mujeres en las iglesias cristianas, ya que esto chocaba con el patriarcalismo y el dominio de los varones que imperaba en la sociedad de la época. Durante el siglo III, el filósofo neoplatónico Porfirio, que fue un adversario de la fe cristiana, llegó a decir despectivamente en una de sus quince obras anticristianas que la Iglesia estaba dominada por las mujeres. Poco a poco, tales puntos de vista de la sociedad civil se fueron introduciendo en las congregaciones hasta conseguir la marginación femenina que a través de la Iglesia católica pasó al protestantismo y así llegó hasta la actualidad.
Un excelente estudio de tal proceso puede encontrarse en la obra “Femenino plural”, de la española, Marga Muñiz. Editorial Clie. En este trabajo se explican muy bien aquellos pasajes del Nuevo Testamento que tradicionalmente se usaron para leer a Pablo según los criterios machistas de la filosofía griega.
Resulta asombroso que Pablo no sólo le dé el título de apóstol a una mujer, sino que incluso diga que es “ensalzada” entre los apóstoles, es decir, que su fama sobresale por encima de los demás apóstoles. Debió de ser realmente una joven extraordinaria. Pero el nombre de esta mujer ha provocado y sigue provocando, grandes discusiones entre los biblistas. El motivo es que, para muchos estudiosos, Junia es el nombre de un varón. En efecto, la palabra griega Jounian puede traducirse al castellano de dos maneras: como “Junia”, y entonces se trataría de una mujer, o como “Junias” (con “s” final), y entonces sería nombre de varón, abreviado de “Juniano”. Junia, con su marido Andrónico, eran una pareja de misioneros y evangelizadores que trabajaban juntos en la obra del Señor, al igual que otras parejas cristianas, como Priscila y Áquila. Si esto es así, ¿por qué entonces el Señor Jesús no escogió a ninguna mujer para que formara parte del grupo de los Doce? Hay que tener en cuenta que la institución de los doce apóstoles fue una acción profética y simbólica llevada a cabo por el Maestro. Su propósito consistió en mostrar al mundo, especialmente a los judíos, que con tal elección empezaba el nuevo pueblo de Israel. Por eso tuvo que escoger a doce varones que recordaran a los doce hijos de Jacob y, por tanto, a las doce tribus de Israel. Jesús sabía que así los hebreos entenderían mejor el mensaje que deseaba transmitirles, que con su venida y la predicación apostólica empezaba la Iglesia cristiana, es decir, el nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios.
Para comprender el verdadero papel que Jesús les asignó a las mujeres, por encima de las discriminaciones de su tiempo, es mejor fijarse en el círculo más amplio de sus discípulos y ver que allí fueron admitidas igual que los hombres. Esta fue precisamente una fuente constante de quejas o acusaciones de los escribas y fariseos contra el Maestro que influyó también en su ejecución. Gracias a Dios por las mujeres que estuvieron cerca del sepulcro aquel domingo en la mañana cuando Jesús resucitó y pudieron anunciar a los Apóstoles de este importante suceso (Mateo 28:8-10). Gracias a Dios por mujeres como Priscila que pudieron saber hablar a un Apolos (Hechos 18:25-26) para que el Evangelio fuese predicado más correctamente.
La ordenación desde el punto de vista bíblico, es sencillamente el reconocimiento de los dones y ministerios que Dios otorga a una persona (Hechos 6: 1-3; 13: 1-3; 1 Tim. 5: 17; Tito 2:15): habían recibido ya su comisión de Dios mismo, y la ceremonia de la imposición de las manos no añadía ninguna gracia o cualidad virtual. En las Escrituras ninguno de los dones, entre los cuales está el del pastor-maestro, tienen restricción de género (Ro 12:4-8; 1 Co 2:9-11, 27-28; Efe 4:8, 11-16; Hch 6:1-7; 1Ti 2:1-3; 1 Pe 4:10,11).
La Eucaristía es una experiencia de vida, no un rito de sacerdotes. Los seguidores de Jesús empezaron a recordarle pronto celebrando en su nombre una Cena de memoria y acción de gracias; fue siempre una comida laical. En contra de lo que sucedió más tarde, la iglesia primitiva no interpretó la eucaristía de una forma sacerdotal separada, ni desarrolló un ministerio de liturgos presidentes para ocupar el lugar de los sacerdotes del templo, sino que lo entendió de un modo laical, como algo que pertenecía al sacerdocio común de toda la comunidad creyente. Pero entrado el siglo II es cuando la celebración ya no se interpreta como comida laical que rememora a Jesús, sino como un sacrificio, en continuidad con los sacerdotes del templo judío de Jerusalén y ve necesario instituir sacerdotes y obispos.
Ha llegado el momento de volver a la raíz, de retomar el Evangelio, de iniciar de verdad la Nueva Evangelización, que ha de ser obra de todos. Un elemento básico de esa nueva evangelización es el descubrimiento del “sacerdocio universal” de todos los creyentes, a quienes Jesús ha declarado testigos de su Reino.
Elena de White, afirmaba que la Iglesia Católica pervirtió ese concepto de la ordenación equipándolo con un poder especial que daba jerarquía al clero por encima de todos los creyentes: “Ulteriormente, el rito de la ordenación por la imposición de las manos fue grandemente profanado; se le atribuía al acto una importancia infundada, como si sobre aquellos que recibían esa ordenación descendiera un poder que los calificaba inmediatamente para todo trabajo ministerial.”
El Nuevo Testamento no ha fijado una tabla de ministros permanentes, de manera que las primeras comunidades tuvieron formas diferentes de entender y realizar la tarea ministerial de Cristo. Mateo alude, por ejemplo, a profetas, escribas y maestros. Pablo destaca a los apóstoles, profetas y doctores, en unas comunidades en las que todos son ministros (diáconos) de la obra de Jesús. El libro de los Hechos habla de presbíteros y diáconos, pero sin darles un valor permanente, de manera que el abanico de ministerios varía según las necesidades de las iglesias. Sin embargo, en un proceso bastante rápido (en la 2ª mitad del siglo 2 d. C.), ellos se ha conformado en torno a la predicación de la palabra, la organización de la vida y la celebración del misterio, desembocando en tres funciones: Episcopado, diaconado, presbiterado. En el contexto posterior, el diaconado perdió pronto su valor y fue absorbido por los otros ministerios, que han ido ganando en importancia.
Coincido con el autor del artículo en cuánto a la libertad con la que Dios actúa en la Biblia para pedir que tanto varones como mujeres desarrollen servicios para los demás según los dones que Él les otorga.