El poder ejecutivo en España es ahora hegemónico

José Manuel Otero Lastres
En España, que es un Estado democrático de Derecho, existe división de poderes, al menos formalmente. Basta examinar, en efecto, el articulado y la estructura de nuestra Constitución para comprobar que tenemos un poder legislativo (Título III De las Cortes Generales, arts. 66 a 96), un poder ejecutivo (Título IV Del Gobierno y de la Administración, arts. 97 a 116) y un poder judicial (Título VI, arts. 117 a 127). Pero, sentado lo que antecede, la pregunta que surge de inmediato es si esos tres poderes están al mismo nivel o si, por el contrario, hay alguno que sea hegemónico respecto de los otros dos. Nuestra Constitución no lo determina con claridad.

Es verdad que el Título V de la Constitución, dedicado a regular las relaciones entre el Gobierno (poder ejecutivo) y las Cortes Generales (poder legislativo), jerarquiza estos dos poderes sometiendo el ejecutivo al legislativo. Adviértase que el Preámbulo de nuestra Carta Magna proclama que España es un Estado de Derecho que asegura el imperio de la Ley como expresión de la voluntad popular y que justamente la «ley/voluntad popular» emana del poder legislativo. A esto hay que añadir que el propio poder ejecutivo solamente entra en funcionamiento cuando el candidato propuesto por el Rey a presidente del Gobierno obtiene la confianza del Congreso de los Diputados; órgano, además, ante el cual responde solidariamente el Gobierno de su gestión política.

 El judicial, aunque ejerce la potestad jurisdiccional de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado -lo cual habla más de una facultad que de un poder-, es un verdadero poder, no solo porque la Constitución lo denomina «Poder«, sino también porque puede resistirse a las injerencias del poder ejecutivo o el legislativo en la propia función jurisdiccional. Lo cual presupone la necesidad de una corporación judicial independiente. Ahora bien, siendo un verdadero poder del Estado, el judicial no está ordenado frente a los otros dos conforme a una relación de jerarquía, sino que, al cumplir una función de control de legalidad sobre los actos de ambos, está enlazado con ellos a través de una relación de supervisión o vigilancia.

Pues bien, en los próximos días los españoles vamos a tener la oportunidad de comprobar cómo a pesar de estas ideas generales sobre la división de poderes y sus relaciones, nuestro poder ejecutivo actual va a actuar con carácter hegemónico sobre los otros dos.

Me refiero a lo que va a suceder con los independentistas condenados por la Sala Segunda de nuestro Tribunal Supremo. Como todos ustedes sabrán, los citados políticos catalanes fueron condenados a penas de prisión y de inhabilitación mediante sentencia firme de la Sala Segunda del Tribunal Supremo por la comisión de los delitos de sedición y de malversación de caudales públicos.

Y es que, al parecer, para cumplir el compromiso asumido con ERC por el apoyo a la investidura (y es probable que también a los próximos presupuestos generales) el ejecutivo de Pedro Sánchez, a través de una vía en la que no va a intervenir el control del poder judicial, va a conseguir que los independentistas catalanes condenados por el Tribunal Supremo vean rebajadas sus penas y puedan salir pronto de la cárcel.

En efecto, el gobierno va conseguir (directa o indirectamente) que se someta a la aprobación del poder legislativo una nueva redacción del Código Penal en la que se modificará, entre otros, el delito de sedición rebajándose -y esto es lo fundamental- la duración de las penas. De tal suerte que, una vez aprobada por el legislativo la nueva tipificación del delito de sedición con una pena de prisión de menor duración, los independentistas catalanes invocando simplemente el principio de la retroactividad las normas penales en lo que sean más favorables para el reo, podrán beneficiarse de la rebaja de la condena y salir de prisión mucho antes de lo que sentenció el poder judicial.

De lo que antecede resulta que, si lo desea -y en este caso va a ser así- el ejecutivo puede convertirse en el poder verdaderamente hegemónico, ya que siempre que cuente con el apoyo del legislativo -cosa que suele suceder si hay mayoría absoluta o si no la hay siempre que se hayan atado bien los pactos de la investidura- podrá, mediante la modificación de la tipificación del delito de secesión, dejar sin efecto, al menos parcialmente, la condena del Tribunal Supremo. No hay que olvidar que la ley es la expresión de la voluntad popular, y como el poder judicial se limita a aplicarla, al ejecutivo le basta promover un cambio de ésta para beneficiar a los independentistas condenados sin que el poder judicial pueda impedirlo.

De suceder así las cosas, la actuación del Gobierno habrá sido conforme a la Ley, pero queda una pregunta en el aire: ¿habrán actuado de acuerdo con la voluntad de la mayoría de la ciudadanía a la que representan los diputados y senadores que voten a favor de rebajar la pena del delito de sedición para beneficiar a los independentistas?

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