El 26 de diciembre de 1991 se disolvió la URSS, una de las dos superpotencias del planeta. Sorprende que a estas alturas, no tengamos un conocimiento preciso de lo ocurrido, más allá de un cierto número de detalles y anécdotas propias del periodismo, porque los historiadores sólo tienen un acceso parcial a las fuentes documentales mientras que las fuentes orales carecen de objetividad. No fue el resultado de una derrota militar ni de una revolución interna y los intentos de explicar este extraordinario acontecimiento histórico por la crisis económica, a mi modesto entender, carecen de la solidez necesaria. Crisis había, pero ni su profundidad ni su impacto en la vida cotidiana explican el acontecimiento. Serguey Kara-Murzá es el autor de un trabajo muy documentado titulado «El libro Blanco de Rusia» y su conclusión es que no había tal colapso y las reformas económicas del último presidente soviético Mijhail Gorbachov, no sólo eran innecesarias sino que resultaron contraproducentes.
En esta tesitura, cobra fuerza la teoría de una «revuelta de las élites», lo que no deja de ser sorprendente, por lo menos de inicio. La Nomenklatura es el nombre con el que se designaba a la élite social que dirigía la URSS, unos 5 millones de individuos de los aproximadamente 300 que la habitaban. En esa sociedad, cualquier persona con ambición necesitaban ingresar en el PCUS, que tenía 15 millones de afiliados e intentar ascender en el mismo. La ambición de liderazgo político o administrativo, a diferencia de la codicia, es un impulso humano perfectamente legítimo y bien encauzado resulta útil a la comunidad, pero tras la muerte de Lenin, el PCUS carecía de mecanismos democráticos para esta promoción interna, de manera que lo más importe era la aprobación de los jefes inmediatos, quienes valoraban la lealtad personal y el cumplimiento de metas, mientras que comulgar o no con el pensamiento comunista pasaba a un segundo plano.
Así que, en efecto, pudo darse perfectamente el caso de que la ideología sustentante terminara relegada a una mera liturgia formal y que la Nomenklatura fuera (salvo excepciones), un colectivo ambicioso, carente de ideales políticos y que de acuerdo con la teoría de la «revuelta de las élites», apostó por la desintegración del sistema, para apropiarse de las empresas y gestionarlas como auténticos empresarios capitalistas. Es lo que, a comienzos de los años 80, vaticinó el disidente soviético Alexander Nove en su obras «El socialismo factible».
Las privatizaciones.
Tras la auto-disolución de la URSS, entre 1993 y 1995, casi todas las empresas estatales pasaron a manos de obreros y directivos y un total de 41 millones de rusos se convirtieron en poseedores de las acciones. Los miembros de la Nomenklatura estaban en una posición privilegiada, de manera que controlaron entre 1995 y 1996 el mercado de compraventa de acciones. Fue un proceso carente de transparencia, donde los directivos y gerentes usaron cheques canjeables para comprar las acciones a los obreros y convertirse en dueños de las empresas. Sirva como botón de muestra, que se usaron bonos de privatización por valor de 1.478 millones de $, para adquirir Gazprom, la petrolera Lukoil y el gigante de telecomunicaciones Rostelcom, cuyo valor de mercado conjunto era de 60.494 millones de $.
En algunos foros se habla de estudios que indican que de los 100 hombres de negocios más ricos de Rusia, 62 formaron parte de la Nomenklatura y el resto salió de la economía sumergida y en algún caso de la delincuencia. Es verdad que no se citan las fuentes, pero puede que no sea tan descabellado, porque en junio de 1991, la politóloga norteamericana Judit Kullberg, sí presento un estudio documentado indicando que el «77% de las clases altas soviéticas era partidaria del capitalismo, el 12% del socialismo democrático y el 10% del comunismo o nacionalismo».
Lo que no admite discusión, es que el verdadero colapso económico se produjo tras las privatizaciones. Entre 1991 y 2000, la riqueza rusa cayó un 50 por ciento, se desmantelaron importantes sectores económicos, apareció el paro y millones de rusos cayeron en la pobreza. No es de extrañar que en 2013, un 55% de los rusos lamentase la desaparición de la URSS, según el instituto demoscópico Gallup.