Yoani Sánchez, desde La Habana para Galicia Ártabra Digital
Un hombre con ropa de mecánico vierte el líquido de un acumulador en la alcantarilla. A pocos metros, dos muchachos friegan una moto y el agua jabonosa cae en la tierra, moja las raíces de los árboles cercanos. Varios vecinos le han prendido fuego a una pila de basura, hay hojas secas, ramas, pero también un par de baterías de algún radio portátil y hasta un cartucho de una impresora láser. Después de usarlo una docena de veces, el cocinero de la empresa bota el aceite requemado por el tragante del fregadero, eso… si no se lo lleva a casa para que su familia lo consuma. Lo mismo hace la peluquera que vive en los altos, cuando lanza los tintes caducados por la taza del inodoro. La irresponsabilidad en el tratamiento de los residuales se extiende por toda la Isla. Pocos son conscientes del daño ecológico que provocan ciertas acciones cotidianas.
Separar los desperdicios de origen natural de otros como el vidrio y el cartón, suena a quimera en un país que no ha podido resolver siquiera la eficiente recogida de su basura. Todavía hoy los contenedores se desbordan en las esquinas, trayendo moscas, peligros sanitarios y ese mal olor que ya forma parte inseparable de ciudades como La Habana. De ahí que resulte tarea difícil concientizar a una población cuyas urgencias aún se centran en que los llamados servicios comunales al menos funcionen. Sin embargo, buena parte del deterioro que le estamos causando al medio ambiente es irreversible y necesita de medidas urgentes para aminorarlo cuanto antes. El sector estatal es el gran depredador de nuestro ecosistema, con sus enormes fábricas que expulsan productos químicos a ríos y mares, sus tantos centrales azucareros sin lagunas de oxidación o sus miles de medios de transporte que no cumplen las normas ecológicas. Todo eso además amparado por la ausencia de transparencia, la falsificación de las estadísticas y la prohibición de organizaciones independientes que pudieran emplazar tal comportamiento. No obstante, nosotros los ciudadanos también tenemos una buena parte de culpa.
La falta de una mentalidad ecologista se percibe en cada detalle de nuestra vida. Se nota -por ejemplo- en el desparpajo con que tantos cubanos cortan un árbol, cementan el patio de su casa donde antes crecían plantas, lanzan productos químicos a las aguas, maltratan y matan animales o simplemente desechan materiales reciclables. No basta con pedirle a los niños en la escuela primaria que siembren una semilla de frijol, para crear en ellos el amor por la naturaleza. No es suficiente tampoco con colocar en el horario estelar de la noche anuncios televisivos, llamando a conservar el planeta en que vivimos. El cuidado del medioambiente tiene que insertarse en los programas docentes, instrumentarse en un cuerpo legal estricto y promoverse en todos los ámbitos.
La incipiente sociedad civil debería tomar también esa bandera. Sin bajar la antorcha de los derechos humanos y de los cambios democráticos, es hora de que los movimientos cívicos creen estrategias de defensa ambiental para esta Isla que legaremos a nuestros hijos. Grupos que reporten las incidencias contra el ecosistema, organicen programas de entrenamiento en reciclaje y traten de darle a la protección de recursos naturales el protagonismo que debe tener. Está muy bien que queramos heredarle a las próximas generaciones un país libre, pero hay que empezar por garantizar que podamos heredarles un país.
El reloj está corriendo. La naturaleza no espera. Mañana ya no habrá vuelta atrás.