Gabriel Elorriaga Fernández- (diario crítico)
Entre las tinieblas que rodean al prisionero de «Las Praderas» de Soto del Real y las luces de La Moncloa existe una zona de media luz que provoca preguntas incómodas y respuestas dilatorias que solo tienen razón de ser por la excesiva prórroga de sospechas y confusiones que, quizá, algún día, puedan ser aclaradas judicialmente. Pero, aun suponiendo que el infectado panorama y sus adherencias se esclarezcan judicialmente, es evidente el lastre político que este asunto está acumulando en las sentinas del Partido Popular y, lo que es más grave, en la imagen de España, al afectar al partido que sustenta al gobierno y no a una asociación política cualquiera.
Las declaraciones subjetivas de falta de miedo y vocación de estabilidad ante las hipotéticas amenazas que pudieran surgir de las medias mentiras o medias verdades de quien, hace algunos años, fue promovido políticamente a tesorero y parlamentario desde un grisáceo inicial escalón administrativo de gerente, tendrían eficacia convincente si estuviesen acompañadas por una clara erradicación de complicidades, codicias o negligencias, anteriores o posteriores al escándalo, y de una limpieza radical de las zonas de contacto reciente con el foco infeccioso. La confianza y prestigio serían recuperables por la visibilidad de un cortafuegos despoblado y separador que, como sucede en los bosques donde se quiere evitar la propagación de un incendio, abriese una zanja insalvable, todo lo ancha que sea conveniente, entre la flora chamuscada y la vegetación sana. Una zanja libre de malezas que deje fuera de juego todas esas especulaciones y conductas bochornosas que pululan por la opinión imaginativa o las informaciones insidiosas, manteniendo activos los rescoldos de un fuego capaz de reavivarse con cada nuevo soplo de viento en forma de ráfaga mediática.
Ese cortafuegos tiene que ser visible y estar despejado a la vista del público, garantizando la integridad de un equipo de dirección política. La palabra cortafuegos tiene ese sentido figurado, sobradamente conocido. Se hace un cortafuegos para aislar y proteger a instituciones o colectivos de infecciones cercanas amenazantes por razones de proximidad. El cortafuegos no solo impide la propagación del incendio sino que hace visible ante el público la separación entre lo chamuscado y lo sano. En este caso, da la impresión de que no hay cortafuegos y, por ello, persisten preguntas incómodas contestadas con respuestas insuficientes de quienes tienen la información y la responsabilidad actual sobre asuntos que no son cuentos viejos de añejas irregularidades sino sucesos de presente.
La recuperación de un ambiente político sereno y limpio exige un cortafuegos ancho y claro, que no solo separe lo sano de lo corrupto sino, también, la austeridad de la negligencia y la codicia. No se puede convivir indefinidamente con amenazas latentes, como si no hubiese pasado nada, porque las repercusiones sobre la ciudadanía son demoledoras aunque, según parece, no provoquen el miedo de algunos personajes pródigos en silencios y escasos en explicaciones. Cuando un partido representa, hoy por hoy, la única fortaleza solida de la mayoría constitucional y es el único operador internacional efectivo de salida de una crisis socioeconómica, no puede presentar fisuras ni fragilidades, ni perder el tiempo jugando al «tócame Roque» o al «tócame Bárcenas», pues no es asunto de un hombre solo. Tiene que trazar un cortafuegos elocuente por su propio vacio que no deje lugar a la menor duda ante la ciudadanía y, muy especialmente, ante sus propias bases electorales que necesitan reafirmar su fe en la calidad ética de sus dirigentes. La renovación de confianza exige algo más que una pasividad inmóvil, a la espera de las lentas resoluciones de otro poder del Estado que puede declarar culpables o inocentes, pero no devolver el prestigio político perdido a los tolerados ni a los tolerantes.