Gabriel Elorriaga Fernández-(diario critico)
La reforma del Estado, dentro de los parámetros constitucionales, es algo que el Gobierno se resiste a asumir. No solo este gobierno, sino los anteriores, que se empeñaron en hacer el «Don Tancredo» ante la crisis, esperando que pasase como un nubarrón tormentoso, movido por el viento de la historia. Las subidas de impuestos y los recortes sociales eran remedios más fáciles y menos controvertidos, dentro de esa burbuja flotante que rodea a la pequeña política. Pero las reformas estructurales son más incomodas dentro de casa que actuar fuera contra los ciudadanos «paganos», mientras estos aún dispongan de una capacidad de resistencia heredada de tiempos mejores.
A las indicaciones de la Unión Europea, a las opiniones de los economistas y de los agentes sociales se contesta diciendo que se está estudiando el tema del adelgazamiento y simplificación del aparato estatal sin que se manifieste el menor síntoma de actuación sobre el cuerpo obeso de las administraciones públicas. Solo, alguna vez, se habla de racionalizar la administración local, que es como el pariente pobre de una familia cuyos excesos de gastos se producen en las administraciones central y autonómica. Es como pretender que las frágiles corporaciones locales desfilen, como esas pobres modelos asténicas; según la prensa de estos días, alimentadas con algodón empapado en zumo de naranja; con forzada esbeltez y gesto amargo, ante la mirada complacida de modistos gorditos y señoras macizas.
Conviene recordar el texto de la constitución de 1.978 para comprender que el sistema autonómico no fue diseñado con competencias legislativas en cada una de sus asambleas ni se impuso la tolerancia para todos los abusos y ampliaciones de sus cometidos y actividades, desarrollados por propia iniciativa y sin contar con el criterio de las instituciones centrales de gobierno ni de las mayorías parlamentarias de la Nación constituidas por los electores en el Congreso y Senado. Fue la insensata tesis del «café para todos», en la etapa preautonómica, la que desató un afán de emulación y rivalidad entre los territorios que, una vez iniciada la carrera por Cataluña, País Vasco y Galicia, producirían la elefantiasis desbordante del sistema. La Constitución no confunde las competencias del Estado con las facultades delegadas a las Comunidades Autónomas. Las facultades son «susceptibles de transferencia o delegación» pero no son competencias plenas e independientes de la titularidad estatal de origen y, por tanto, son facultades que pueden ser reguladas, armonizadas o recuperadas. El sistema autonómico, tal y como se ha descontrolado en la actualidad, está funcionando sin frenos ni estabilizadores y, por tanto, se ha convertido en un problema clave para la opinión pública y en un elemento impermeable para la economía administrativa, la unidad de los mercados, la racionalización de las comunicaciones, la movilidad laboral, la cultura general y la política educativa. El Estado no puede agilizarse o adelgazarse sin afrontar una revisión del sistema que, habiendo sido útil para la descentralización administrativa y la aproximación de la autoridad política a sus entornos naturales, fue destructiva y perniciosa al interpretarse como la licencia sin límites para constituir reinos de Taifas.
Hoy en día, al menos coyunturalmente y cara a la opinión europea, los grandes partidos están dando ciertos síntomas de entendimiento y sentido común que son valorados positivamente y que solo sorprenden por lo desacostumbrados que estábamos a que el sentido del Estado se impusiese, siquiera por unas semanas, a un partidismo exacerbado. Sería una buena ocasión para que los grandes partidos, que representan a la absolutísima mayoría de los españoles y de su exclusivo derecho a decidir, estimasen conveniente ponerse de acuerdo para, en el uso de la autoridad popular que les brinda la mayoría de que disponen, hoy por hoy, y de la que podrían seguir disponiendo mañana si son capaces de converger en torno al interés común, evitando el riesgo de desintegrarse y sin caer en el nivel de las pequeñas y respetables facciones testimoniales que complementan el coro de la política con las notas más desafinadas, fuesen capaces de trazar unas líneas claras de reforma política. Unas líneas de reforma que, sin necesidad de poner en juego la estabilidad constitucional, permitiesen liberar medios económicos y coordinar mejor los esfuerzos del conjunto. Se trata de reforzar al Estado constitucional, estrictamente constitucional, y no de que habitemos una casa de «tócame Roque». Es lo que se necesita para trasladar recursos a donde más falta hagan y poder planificar una política conjunta de crecimiento económico y social sin que las querellas, vanidades y corrupciones territoriales estén convirtiendo el cuerpo del Estado común en una especie de pelele hecho de remiendos mal cosidos.