Federico Quevedo-(el confidencial)
No sé cuántos años tenía Verónica cuando su propio padre la asesinó de un golpe en la cabeza para posteriormente descuartizarla en pedacitos, después de haberla violado y dejado embarazada… “Mi tío me quemó con la plancha y tú te reías, le dijiste que me quemara con la plancha y no me curaste, ¿te acuerdas?”, escribía Verónica en su diario refiriéndose a él. Este diario ha dejado una profunda huella en aquellos que han podido leerlo, porque en él se relata una auténtica galería de los horrores sufridos por esta joven cuyo 68% de discapacidad mental no le impedía ser consciente de la tortura continua y sistemática a la que la tenían sometida su padre, su madrastra y las familias de ambos.
A Verónica le pegaban, la violaban, la utilizaban como sirvienta, le escupían, la insultaban, se reían de ella, la abandonaban en la calle hiciera sol, frío, lluvia, viento… La dejaban sin comer y sin beber, desnuda, sola, terriblemente hurtada de cualquier resquicio de compasión y ya no digamos de amor. Fue su hermano, nacido de la misma madre y a quien también propinaron una tortura insufrible plagada de palizas y quemaduras de cigarrillos, quien sospechó que algo extraño pasaba en la desaparición de Verónica. Durante diez años la buscaron, hasta que finalmente encontraron su cuerpo descuartizado en una mochila escondida en un cuarto de aperos de labranza.
Ni siquiera pudo tener la paz de una cristiana sepultura y sí el desprecio y la violencia post mórtem de su madrastra y los hijos de esta, que fueron capaces de ocultar su cuerpo durante años. Tanto tiempo pasó que el principal causante de su increíble sufrimiento tuvo lo que le negó a su propia hija: una muerte digna que le ha librado de la cárcel -aunque mi fe confía en la Justicia divina- y del escarnio público que merecía haber provocado tanto horror. Yo no sé a ustedes, pero a mí la historia me ha conmovido hasta el extremo. Las imágenes fabricadas por la capacidad de ficción se agolpan en mi cabeza como si ciertamente lo hubiera vivido.
Es verdad que cada día nos sorprenden historias como esta, pero -no sé si por las especiales circunstancias que rodean el infierno sufrido por Verónica- el caso es que no he podido resistirme a dejar fluir los sentimientos que tanto horror me producen y hacerme la pregunta con la que en un primer momento titulé este post: ¿cuánta maldad cabe en el corazón humano? ¿Por qué permite Dios semejante ejercicio de crueldad? La única explicación que mi razón admite es la de que la víctima recibirá una compensación proporcional al castigo infligido contra ella y que el verdugo será castigado, igualmente, con un infierno semejante al que hizo pasar en vida a Verónica.
Si no fuera así, ¿qué nos impediría actuar con la misma violencia ante semejante atrocidad? La herencia fundamental del humanismo cristiano nos llevó a concluir que la ley del Talión no era la respuesta adecuada al delito por parte de una sociedad que busca darle todo el sentido positivo posible a la convivencia. Pero es inevitable sentir un asco profundo, una rabia contenida, un deseo -incluso- de humana venganza hacia quienes son capaces de cometer tan brutales atrocidades. Y una pena infinita, un dolor incurable por quien fue objeto de semejante crueldad y desde la inocencia inherente a su limitada capacidad sacó fuerzas de flaqueza para dejar escrito el relato de tal infamia.
No sé si algún día podremos leer completo el Diario de Verónica, ojala sea así, aunque solo sirva para aumentar nuestro dolor y nuestro asco hacia tan inhumano comportamiento. Verónica es un ejemplo de vida, de por qué la eugenesia es casi tan brutal como el infierno sufrido por esta niña-joven a manos de su padre y su madrastra. Verónica debería llenarnos de fe en la persona, porque incluso cuando la persona parece tan lejos de nuestra capacidad de entendimiento es capaz de darnos lecciones de entereza y de fortaleza.
Verónica, su muerte y la causas de la misma, no deberían circunscribirse a un relato breve en la mitad de las páginas de un periódico, sino que debería ocupar ya las portadas de los telediarios y ser objeto de análisis en esas tertulias en las que solo parece que interesa otra clase de miseria humana vinculada a la fama fácil, la riqueza y el poder. Verónica debería despertar nuestras conciencias y obligarnos a pensar qué tipo de sociedad estamos construyendo y a actuar de inmediato para evitar que casos como el suyo se olviden en el oscuro cajón de una hemeroteca.
Ese diario, ese terrorífico diario, debería ser best seller en nuestras librerías para que no olvidemos nunca qué extremos de maldad, de tamaña crueldad, es capaz de albergar el corazón del hombre y nos haga reflexionar sobre el sentido de la vida y la hermosura de su protección. Descanse en paz Verónica.