Gabriel Elorriaga Fernández-(diario critico)
El cómico italiano Beppe Grillo llama «la casta» a los políticos, pero la peor casta es la formada por los payasos metidos a revolucionarios, los tecnócratas metidos a redentores y los ajustadores de cuentas antiguas. Una forma pintoresca de practicar la democracia a la carta. Grillo proponiendo ampliar el derecho de voto a los dieciséis años y asientos en el Senado a los dieciocho que es como buscar el apoyo inexperto del público del circo en las instituciones. Monti humillando a los italianos al aceptar una especie de golpe de estado cocido en Bruselas para encaramarse en un gobierno sin base en el que no sería capaz de mantenerse ni un año y acobardándose, después de su encumbramiento forzado, cuando llegó la hora de encabezar una formación política propia. Berlusconi con la justicia en los talones y el delantero Bersani con un izquierdismo viejomarxista indigerible por rancio.
Cuando más necesitaría Italia de acuerdos para salir de la crisis, Grillo sale con lo de que «no está en nuestro ADN el pacto». Y Monti ni siquiera fue capaz de conseguir, con todos sus aliados, un resultado válido para garantizar ningún pacto. Dos piruetas negativas para la gobernabilidad de una de las grandes naciones de Europa. De Grillo tiene la culpa su propia megalomanía dispuesta a explotar la mezcla de rabia e insensatez justificables en los afectados por la crisis. De Monti tienen la culpa quienes le proporcionaron un paracaídas desde la Unión Europea para dejarlo caer allí donde nunca debía haber llegado, sin tener en cuenta su falta de sensibilidad para ganarse el apoyo de los electores. Como era de suponer, han quedado con menor capacidad de influencia otros dos personajes inquietantes a la vez que incompatibles. Un Berlusconi cargado de amenazas legales y de promesas contradictorias y un Bersani aliado con una extrema izquierda más arqueológica que ecológica, que no parece propicio a pactar con nadie para nada. Un cuarteto de protagonistas que son ejemplo de antipolítica por sus antecedentes, por su carácter y por su incapacidad para hacer lo que deben saber hacer los verdaderos políticos: dar estabilidad y no crear nuevos problemas haciendo inevitables nuevas elecciones. Lo caótico frente a lo político, acompañado de un antieuropeísmo rampante que olvida que sin el apoyo de Europa, Italia derivaría hacia el abismo.
Aquí, desde la otra península mediterránea, hay que tomar nota de hasta donde se puede llegar con una esperpéntica mentalidad antipolítica como la que cultivan algunos medios informativos, con el inestimable factor presencial de sinvergüenzas y corruptos entremezclados en partidos e instituciones y los chismorreos de demagogos de plazoleta, de pancarta o de micrófono. El marasmo político de Italia preocupa en todas partes y aquí también, donde se producen tentaciones miméticas al esperpento, hasta ahora poco relevantes. Pero allí, como aquí, donde se desprestigia a personas, partidos e instituciones con generalizaciones pringosas, el regodeo no contribuye a regenerar sino a arruinar. España, en comparación con la comedia italiana, aún guarda las apariencias de un bipartidismo mayoritario, única forma que promueve la estabilidad de un sistema democrático de alternativas y la seguridad y unidad del esqueleto de un Estado. Pero esta situación templada está anémica de liderazgo, fría de doctrina y agrietada en su cohesión interna. No hay síntomas de que, por ahora, vayamos a caer en el caos italiano. Pero la debilitación de las grandes opciones políticas puede acercarnos a ello con el paso del tiempo. El retroceso del bipartidismo en las encuestas es significativo y las propuestas irresponsables e ignorantes de los grupos de pescadores en rio revuelto y sus charangas van reclutando comparsas callejeras y sanedrines de redentores.
La ventaja de estabilidad política de la que, aún deteriorada, dispone España podría perderse si los grandes partidos siguen funcionando a medio gas y sin soltar esos pesados lastres de corrupción e incompetencia que socavan su imagen y minan su campo electoral. Son esos partidos principales los que tienen que revitalizarse, reformarse y depurarse. Son, también, los que deben entender que hay objetivos comunes a compartir por el bien de todos los españoles, ya que aquí aún no parece haber madurado ningún memo capaz de descubrir que «no está en nuestro ADN el pacto». Ese ADN antipolítico y autosuficiente es la marca de la casta de los necios. El vacío político no se rellena con teóricas de un izquierdismo trasnochado como el de Bersani, ni con maquillajes televisivos como Berlusconi, ni con arengas de orate como Grillo, ni con retóricas de contable como Monti. Por el contrario, es preciso dar sentido vertebrador a una verdadera política que sepa ser, a la vez, popular y realista. Italia ha caído en manos de los desechos de la casta antipolítica metida en las instituciones políticas y este es, hoy, su problema. Esperemos que nuestra capacidad de regeneración impida un futuro parecido en nuestra casa.