Llueve. Toca lavar la ropa. Hoy no es día de pasear, hoy es día de reflexionar. Escuchando música al calor de las secadoras, mirando por la ventana veo la silueta de nuestro barco. Se alza impasible azotado por la lluvia, que lava suavemente el costado y la cubierta.
El viento dificulta el vuelo de las pocas gaviotas que se atreven a estar fuera con este día tan desapacible.
En la base de Kuttabul, hoy la vida no transcurre como siempre. Hoy parece todo más apagado, más gris… como el día.
Estos primeros días en Sydney han dejado un gusto agridulce.
La ciudad no defrauda. Es bella. Es una gran ciudad pero sin pretensiones. Lo que más llama la atención es estar inmersa en ella, rodeada de gente y sin embargo no hay ruido. No es una ciudad estridente pese a ser bulliciosa. Los sonidos que predominan son los de las aves y los del mar. A lo lejos se distingue el tráfico, pero no llega a imponerse nunca. Hay gente por doquier pero sus risas y voces no apagan el sonido de las olas, del viento y de los pájaros.
Salir a correr por el Jardín Botánico y llegar hasta la Ópera es una auténtica delicia. Es un recorrido largo, pero parece que transcurre en segundos. Subidas suaves, verde a un lado, azul al otro, sinuosas cuestas y escaleras que descubren un parque para estar y disfrutar. “Por favor, pise la hierba”, rezan los carteles invitando a saborear mañanas y tardes de paz y tranquilidad, leyendo, fotografiando, hablando o simplemente mirando pasar las nubes.
Desde abajo, desde arriba, desde un costado o desde el otro, da igual por donde se mire la Ópera. Impresiona. Un gran paseo marítimo se extiende a sus pies, para compartir el placer de la música, de la humana y de la natural.
Recorriendo los muelles para llegar al puente no puede haber ojos que no queden fijos en el gran espejo del cielo. La galería de arte contemporáneo se presenta así, mirando las nubes pasar como si fuera un gran cuadro cambiante, donde la perspectiva del que mira determina los elementos que componen esta obra estática y móvil a la vez.
Bajo el gran amasijo de hierro, que recuerda a las fotografías antiguas y al ferrocarril americano, aparecen ruinas…. Ruinas que datan del siglo XVIII, lo que vuelve a recordar la corta historia de este país.
Caminar por Sydney no aburre, pues siempre descubres algo nuevo. Un mercado artesano te hace sentir turista de vacaciones en la que ahora tiene que ser tu ciudad por muchos meses.
Llueve. Hoy también es un buen día para ir al cine, aunque no se vaya a entender todo bien. O a misa, a la Catedral de St. Mary, donde la misa es tan solemne que sólo le falta ser dicha en latín.
Es curiosa la vida fuera de casa, y adaptarse al principio cuesta, pero luego todo acaba siendo también familiar.
Las partes dulces de Sydney son muchas, y muchas más que aún quedan por encontrar y saborear. Pero hoy llueve, y cuando el cielo está gris, los sentimientos también. Y estos sacan la angustia de vernos tan lejos en una ciudad donde el nivel económico dista mucho de ser normal. Los horarios alimenticios y las cantidades que manejan los “aussies” nos traen algo de cabeza. El día está gris, y el pensamiento te lleva a sentirte abandonada al otro lado del mundo, buscando opciones y alternativas para no pensar, para no acabar lloviendo por dentro.
Pero…siempre hay luz incluso cuando llueve. Las caras mojadas y sonrientes de los compañeros que se aventuran hasta la lavandería, disipan las nubes que pesan sobre mi cabeza y el agradable sonido de Sydney vuelve a envolverme.
Los días transcurrirán soleados o lluviosos, en puerto o en la mar, pero lo que al final nos queda somos nosotros, los que nos apoyamos y alegramos, en la adversidad y en la lejanía del hogar.
Llueve… pero sólo fuera