Gabriel Elorriaga Fernández-(diario crítico)
En un alarde de zafiedad, la vicesecretaria general del PSOE, Elena Valenciano, aprovechó la ocasión de la renuncia del Pontífice Benedicto XVI para añadir que «no es la dimisión que los socialistas pedimos», refiriéndose, con sonriente e inapropiada insistencia, a la de Mariano Rajoy. Pero lo más revelador del comentario no es el mal gusto que supone relacionar un acontecimiento global de dimensiones históricas y espirituales con una controversia coyuntural de vulgares dimensiones partidistas, sino el bajo nivel de cultura política que supone homologar una renuncia con una dimisión.
La renuncia papal, para la que hay que remontarse a través de siete siglos a la búsqueda de un antecedente, que no precedente, por sus distintas circunstancias, es un hecho insólito, aunque previsto en la estructura institucional viva más antigua de la humanidad, para la que solo se exige la libre voluntad y la pública explicación del renunciante. Se trata de una decisión personal y libre de quien ha sido promovido a una función vitalicia sin condiciones y de cuya oportunidad solo responde con su propia conciencia. No existe entidad alguna en la tierra, ni individual ni colegiada, que deba aceptar o denegar la renuncia. Vicario de Cristo y sucesor de Pedro, solo el mismo renunciante puede medir las circunstancias íntimas que inspiraron una decisión de tanta trascendencia global. Los Papas no dimiten, renuncian, como tampoco dimiten los reyes, abdican por su propia voluntad.
La dimisión, por el contrario, no es una decisión unilateral sino bilateral y frecuente en estos tiempos en que los políticos se desgastan con rapidez. Se dimite de una función temporal y condicionada ante alguien superior -el jefe de un Estado, un parlamento, un comité de partido- y se habla de dimisión irrevocable porque, también, hay dimisiones revocables que son como paripés de enfado o amenazas a los intereses del propio entorno. Las peticiones de dimisión deben de proceder de algo más que los deseos de los adversarios. Pueden derivar de la pérdida de la confianza en que se apoya el presunto dimisionario para estar donde está. Esta pérdida de confianza se puede originar por un incumplimiento fundamental del programa para que fue elegido, por disminución espectacular del apoyo de las bases o por revelación de conductas que dañen el prestigio y la idoneidad ética del titular del cargo. Desde un punto de vista subjetivo un oponente puede atribuir estas circunstancias a su adversario, aunque no es ante la oposición ante quien se dimite sino ante los suyos, electores, colegas o superiores. Las apreciaciones de la oposición son simples opiniones que pueden ser engañosas cuando las manchas que se atribuyen al líder del campo contrario se dan, también en el campo propio y la oleada de mentiras y corrupciones zarandea los barcos de todas las banderas, a cuyo timón se aferran los malos pilotos, dedicados a autoconfirmarse en el cargo aunque se hunda su nave.
En todo caso, aquel que se pretende que dimita no es el cuerpo electoral que dio la victoria a un grupo, partido o coalición mayoritaria y no a determinado equipo de gobierno, modificable por esta mayoría. Lo que se pide, con machaconería, es que dimita Rajoy, con la equivocada creencia de que, acabando con Rajoy, se hundiría en el caos el PP y se solucionarían todos los problemas. Esto es confundir las hojas con el rábano. La gran mayoría ciudadana que votó al PP no lo hizo por idolatría hacia Rajoy sino porque suponía que este representaría con coherencia lo que el PP significaba. Esto es, un planteamiento sensato, solvente, estable y, también, superior éticamente a la incompetencia socialista y a sus imprescindibles acompañantes para trabar una mayoría heterogénea con izquierdas, separatismos y personalismos varios. Esa gran mayoría electoral, interclasista y razonable, sigue y seguirá existiendo, con Rajoy y sin Rajoy. Esa mayoría, hoy representada institucionalmente por un grupo parlamentario hegemónico, puede cambiar de presidente si las circunstancias lo aconsejasen, como sucedió con Suárez y Calvo Sotelo; puede pedir cambios de ministros sin cambiar de presidente y, aún, si alguien tuviese la inoportuna ocurrencia de convocar elecciones anticipadas, puede volver a ganarlas, aunque fuese inspirado tristemente por la tesis del mal menor. Por ello, la experiencia de los expresidentes socialistas González y Zapatero desaconsejan esas torpes peticiones de dimisión que, si lo que consiguiesen es que se eligiese un mejor presidente para el PP, este cambio no tendría por qué favorecer a una minoría socialista que no da ningún síntoma de crecer, a pesar de todas las diatribas anti PP, ni ofrece, hoy en día, ninguna credibilidad ni potencia de alternativa. Quizá Zapatero piense, desde su discreto retiro en el Consejo de Estado que, si cuando era manifiesta su inadecuación para reconocer y aceptar la crisis económica, sus compañeros lo hubiesen «dimitido» en favor de alguien más idóneo, los socialistas no se hubiesen derrumbado hasta el nivel en que han caído.
La realidad es que el partido de la señora Valenciano no parece que se beneficie en nada de los descensos de popularidad del partido gobernante, sino que se ve igualmente perjudicado por el ambiente de desencanto general. Los asuntos de corrupción que se jalean en los medios informativos, a espera de resoluciones judiciales, salpican, desgraciadamente, a personas de unos y otros partidos. Las dudas sobre la calidad de los liderazgos se dan tanto en el entorno de unos como en el de otros. Todo lo cual quiere decir que estamos inmersos en una crisis no solo económico-social, sino que está afectada la política nacional en su conjunto, en momentos de lo más inoportunos e inconvenientes, pero que nadie está en condiciones de «tirar la primera piedra». La necesidad de regeneración y de rearme moral afecta al conjunto del paisaje político y social y no vale pedir cuentas a una sola persona. Ocúpese cada uno de la limpieza de su casa y, por favor, no vuelvan a intentar emparejar estas sucias chapuzas de baja política casera con el gesto puro, que marcará un antes y un después, de una renuncia pontificia que va a influir universalmente en el curso espiritual del siglo XXI y en el estilo de predicación de un mensaje eterno