Gabriel Elorriaga Fernández-(diario crítico)
Junto a la sucesión de casos de corrupción que ensucian abrumadoramente al sistema político español se producen, también, casos de corrupción del lenguaje que crean confusión y desánimo por su falta de precisión y contundencia. Está claro que las faltas de ética son muchísimo más graves que las insuficiencias de expresión pero, en la medida que influyen en la opinión pública, no deben dejar de ser señaladas y corregidas, ya que contribuyen a la siembra de desconfianza. Decir «no me consta», en estos casos, es no decir nada. A la opinión pública le hubiese gustado oír «me consta que no es cierto» o «me consta que es cierto y se va a corregir severamente». Pero que conste o deje de constar, simplemente, a una persona política es, en sí mismo, una manifestación de impotencia y desinformación nada tranquilizadora. Como decir que se analizará «hasta el último papel». ¿Y si ya no hay ningún papel en la casa?.
Suena horroroso que el presidente Rajoy le hable al presidente de Chile, en estos días malolientes, de «la clave para mantenerse en este negocio». Tampoco parece expresión adecuada dar «carta blanca» a la tesorera del partido, aunque solo sea para investigar y no para atesorar. Pero lo más chocante es que, ante la pregunta resabiada del avezado Luis del Olmo sobre cuándo fue la última vez que habló con Bárcenas, Rajoy adopte tono amistoso de confidencia para decir «no me acuerdo Luis, no me acuerdo». No se daba cuenta de que no acordarse Luis, no acordarse, de la última vez no expresa lejanía de un encuentro sino excesiva habitualidad. Algo así como si contestase: cualquiera de estos días.
Tampoco es acertado utilizar el tiempo de futuro y decir que «no me temblará la mano». La mano tenía que no haber temblado antes o tiene que no temblar ahora mismo. El futuro es como una promesa a tiempo indefinido, relativa a acontecimientos venideros, cuando lo que se está esperando son reacciones en tiempo presente. Era ahora el momento de no temblar y hablar claro, no cuando el poder judicial consiga, si lo consigue, desenredar un repugnante embrollo con la parsimonia de costumbre.
Frente a hechos sospechosos, infundios mal intencionados y generalizaciones injustas, no se puede responder con un lenguaje hueco de tópicos de mala literatura y vulgares metáforas náuticas, como «que cada palo aguante su vela», donde no hay antiguos navíos veleros sino actuales cuentas bancarias. Usando este mismo estilo de refranero, alguien puede contestar que se dejen de «marear la perdiz» donde no hay perdices, como en las tierras manchegas de Dolores de Cospedal, sino saltimbanquis de mares y montañas. Para tan imprecisas alusiones es preferible el silencio de los que «cuando callan no se equivocan».
En este concurso de obviedades destaca el ministro Montoro que, ante la pregunta del portavoz socialista de si había recibido sobres con dinero negro, le contestó que «hay preguntas impertinentes». Que la pregunta era impertinente es notorio, pero la respuesta adecuada era negarlo y no limitarse a poner un adjetivo a la pregunta. Es una impertinencia insultante preguntarle a un ministro de Hacienda si es un tipo «sobrecogedor». Pero es escasa respuesta llamar impertinente al diputado. Habría que negar rotundamente el infundio antes de decirle lo que mereciese al diputado. Tampoco fue respuesta congruente a si Luis Bárcenas se había acogido a la amnistía fiscal; cuando el propio Bárcenas rompió el secreto manifestando a un periodista que había regularizado diez millones por medio de dicha amnistía; y contestar que esta amnistía «no borra ni limpia el delito que se haya podido cometer». Aunque no esté limpio ni borrado el supuesto delictivo, lo que confiesa el interesado es que, efectivamente, se ha acogido a la regularización de una parte del capital sobre el que se está discutiendo, que es lo que se preguntaba al ministro
No dudamos de que solo haya torpeza en estas evasivas de Perogrullo, pero da la impresión de una falta de asesores de la prosa política oportuna para dar seguridad y confianza a una opinión morbosamente expectante. A quienes se pregunta sobre lo que está pasando no se les puede responder con algo así como el clásico «que quieres que yo te diga», esperando una réplica suave al estilo de: «pues quizás tienes razón». El hedor de corrupción no solo tiene que ser desinfectado por sentencias de los tribunales sino que antes, en y después de las consecuencias legales, la atmósfera pública debe ser oxigenada por un soplo de lenguaje fuerte, nítido y concreto.
En situaciones viciadas y nebulosas, las palabras influyen en la opinión general tanto como los hechos, cuando se pronuncian en el momento oportuno, con sinceridad y contundencia. La corrupción no solo se corrige con sentencias sino con claridad informativa. No con «luz y taquígrafos» cuando apenas quedan taquígrafos de lápiz y la luz reverbera en las pantallas digitales a todas las horas del día y de la noche. Da la impresión que, en estos casos, tanto como «auditorías externas», que ya estaban previstas hace cuatro años, hacen falta asesorías externas para el uso adecuado del lenguaje político.