Antonio Miguel Carmona-(director diario progresista)
Si la moral son las reglas o normas de la conducta del ser humano en relación a la sociedad y a sí mismo, la situación moral de la política en nuestro país, no sólo deja mucho que desear, sino que, además, nos conduce a un páramo sin retorno.
Nuestro país, estoy convencido, necesita una revolución moral desde los cimientos hasta la altura (sobre todo la altura). A la moral de las costumbres, valga la redundancia, hay que aportarle las propuestas éticas suficientes para que la revolución moral tenga efecto.
No vale ahora rasgarse las vestiduras cada vez que sale un escándalo y proponer meter en la cárcel al corrupto hasta que expire. La moral que alcanza la virtud a través de las restricciones, la heteronomía, sólo consigue que el hombre o mujer públicos agudicen el ingenio para salvar la trampa. Es, en la historia y en el tiempo, inútil.
Dicho en otros términos, pensar en aumentar las penas a los que incurren en cohecho o en prevaricación, aquellos que roban o corrompen, sirve por lo general para alentar titulares, salvar conciencias y hacer que Esperanza Aguirre –tras haber mirado para otro lado en el asunto Gürtel-, acabe siendo la presunta heroína de la caza de brujas.
Debemos construir una revolución moral sustentada en la autonomía, no en la heteronomía. Una revolución moral basada en la libertad de actuación que constituye la costumbre de las relaciones justas inspiradas en la ética política. Eso exige un compromiso político de todas las organizaciones obligadas a dejar de exculpar, ocultar o disimular.
El primer paso es devolver a los ciudadanos el control de la política. Democracia, el camino que evite que dicho control caiga en manos de promotores inmobiliarios, bancos, grandes grupos de comunicación o, simplemente, en manos de cargos públicos dispuestos a corromperse.
Para ello debemos enfrentar a cada cargo, no a una lista o a un redactor de listas electorales, sino al propio electorado, uno a uno, un sistema más directo y transparente.
Nos evitaríamos a los profesionales de la política, verdadero caldo de cultivo de la corrupción. Profesionales que acaban en algún caso en expertos en cohecho o licenciados en prevaricación.
España necesita una revolución moral que nace en la escuela, donde debe impartirse la ética de la voluntad y de la inteligencia, pasando por las relaciones mercantiles, el poder judicial o, simplemente, la política.