Gabriel Elorriaga Fernández-(diario crítico)
Se dice «canto del cisne» a la última expresión de un poeta. Pero en el caso de una persona tan poco poética como Mario Monti, sobrevenido jefe del gobierno italiano, solo podemos hablar de canturreo del tecnócrata, pues así suenan sus argumentos para seguir en política sin correr los duelos y quebrantos que ennoblecen al oficio.
Monti llegó de Bruselas con una carta de recomendación para el presidente de la República Italiana Georgio Napolitano y este colocó a dedo al recomendado como senador vitalicio. Pocos días después, en una situación de desbarajuste político, le encargó formar gobierno. No fue un golpe de Estado, porque el presidente Napolitano tenía atribuciones legales para actuar como actuó. Fue, simplemente, un golpe tecnocrático: confiar en los conocimientos de un experto para intentar resolver una bancarrota. Lo que había detrás de la bancarrota era una ruina política que Monti, por sí solo, no podía resolver. Por ello duró un solo año y los problemas continuarían sin solución para él, para Italia y para los prebostes europeos que recomendaron esta tesis.
El tecnócrata se va y los problemas quedan, como es costumbre, en todo lugar y en toda época. Un tecnócrata nunca resuelve nada cuando lo que hace falta, para empezar, es estabilidad y confianza. El tecnócrata solo es un mal sustitutivo del político que cree en las recetas de un manual de autoayuda para resolver una crisis socioeconómica. Pero las crisis no se resuelven con recetas sino con capacidad de mando e influencia social. No es cuestión de llamar a un especialista para que arregle los electrodomésticos averiados porque conoce el manual de instrucciones, que está al alcance de todos. Lo que se trata es de tener la confianza que merece aquel que metemos en casa y que este tenga fuerza política para aplicar las instrucciones con orden y concierto.
Sin autoridad, respaldo social ni experiencia política, Monti solo ha hecho lo que sabe hacer: recitar el manual de instrucciones y aplicarlo solo hasta donde le han dejado. Con la típica inseguridad del advenedizo a la política, en cuanto vio llegar problemas que no constaban en su manual de instrucciones, decidió dimitir. Pero su dimisión no fue un reto para jugar fuerte y requerir apoyo popular a sus habilidades. Fue una dimisión vergonzante propia de un tecnócrata ajeno a los ideales de la gran política, agarrado al clavo de su sobrevenida condición de senador vitalicio. ¡No podía presentarse a ninguna elección popular porque ya estaba elegido «a vita» por el dedo presidencial! Como si no fuese posible renunciar a su escaño vitalicio y presentarse en la calle, «ligero de equipaje» y lleno de prestigio, para luchar por un liderazgo auténtico que combinase sabiduría y popularidad, contando con el apoyo de sus ilustres padrinos europeos, con sus exquisitos amigos centristas y con los ciudadanos italianos capaces de valorarlo sensatamente. Ese gesto tenía mucho riesgo y a Monti lo que le gustaba es hacer equilibrios en la altura, como los acróbatas volantes del circo, con la red de seguridad por debajo.
Su agenda es «esperar y ver«, pero seguir de senador hasta la tumba y, gentilmente, ofrecerse a los valientes capaces de batirse en el difícil terreno de las elecciones para pastorearlos «a posteriori». Siempre bajo el supuesto de que aquellos se consideren, humildemente, más tontos que él para gestionar el poder. En este caso, el estaría cortésmente disponible para administrar una victoria conseguida por otros. ¿Se puede pedir el respaldo indirecto a un pueblo que sabe cómo se pierde un puesto de trabajo o un escaño parlamentario desde esta cómoda posición? Que Dios ayude a Italia a encontrar otra música. Por la cuenta que le tiene a los italianos y a otros europeos del sur, incluidos algunos españoles insulsos, hoy temerosos de la onda expansiva de este fracaso y, hasta ayer, admiradores del delicado y egoísta «professore», «herido en sus convicciones más profundas«. Otros están heridos en su carne y no pueden identificarse con el canturreo de un tecnócrata bien acomodado