Pepe Fernández del Campo, hijo y nieto de defensores del Alcázar.
En estos días se conmemora el 89.º aniversario del asedio al Alcázar de Toledo. Más allá de la épica militar, lo que sigue impresionando es la decisión consciente de cientos de mujeres, niños y civiles de permanecer allí, sabiendo que su destino podía ser la muerte. Esta es la historia —humana, moral y política— de una elección que marcó para siempre la memoria de España.
Era el verano de 1936. España comenzaba a desgarrarse por la Guerra Civil y un lugar, el Alcázar de Toledo, se convirtió en símbolo de resistencia, lealtad y sacrificio. Allí, durante 70 días de asedio incesante, 1.785 personas, entre militares y civiles, resistieron contra todo pronóstico los ataques de un enemigo que no concedía clemencia ni a los rendidos.
De ese total, 544 eran familiares y refugiados civiles: 185 mujeres adultas, 112 niñas, 103 niños, 71 jóvenes mujeres, 44 jóvenes varones y apenas 8 hombres adultos. No eran rehenes. No fueron utilizados como escudos. Eran parte activa de la decisión de quedarse. Se les ofreció la posibilidad de no entrar, de marcharse, de ponerse a salvo. Pero no quisieron huir. Y no lo hicieron por ignorancia ni por sumisión. Lo hicieron por convicción, por fidelidad, por dignidad compartida. «Si mi marido va a morir, yo moriré con él», dijo una de ellas con su hija en brazos.
No se trataba de un sacrificio impulsivo, sino de una respuesta consciente a la violencia que estallaba fuera. Si caían, no habría piedad. Los sitiados no eran ingenuos. Sabían perfectamente lo que les esperaba si el Alcázar caía. En Madrid, apenas días antes, el cuartel de la Montaña había sido asaltado. Sus defensores, tras rendirse, fueron asesinados sin juicio ni clemencia. Las imágenes circularon rápido. La consigna era clara: el enemigo no perdonaba.
Durante el asedio, las fuerzas frentepopulistas capturaron al hijo del coronel Moscardó, jefe de la defensa del Alcázar. Le comunicaron que lo fusilarían si no entregaba la plaza. Moscardó, con la entereza de los grandes capitanes de la historia, le dijo a su hijo: «Si es cierto, encomienda tu alma a Dios, da un viva a Cristo Rey y a España y serás un héroe que muere por ella». Y así fue. Luis Moscardó fue fusilado. No habría clemencia.
En mayo de 1937, lo ocurrido en el santuario de la Virgen de la Cabeza confirmaría los temores que ya entonces eran certezas, y cuando finalmente fue tomado aquel recinto por las milicias, los oficiales fueron ejecutados, las mujeres humilladas, las enfermeras vejadas. El Alcázar no se rindió porque sabían que la rendición no garantizaba la vida, sino la venganza.
«Entramos con nuestras mujeres y nuestros hijos porque sabíamos que no podíamos dejarlos fuera. Si caíamos, ellos correrían la misma suerte. Preferíamos morir todos juntos que permitir que ellos fueran expuestos a lo que ya se sabía que estaba ocurriendo en la zona roja», relata uno de los civiles que permanecieron.
El Alcázar ofrecía más seguridad que el exterior. Muchas eran conscientes de que esta decisión suponía pasar hambre, oscuridad, encierro. Pero no era la oscuridad lo que temían: era lo que podría pasar si se quedaban fuera. Sabían que no solo se defendían posiciones militares, sino la propia noción de patria, de familia y de fe.
«No me obligaron a entrar. Yo pedí que me dejasen estar con mi marido y mis hijos. ¿Qué sentido tenía quedarme fuera si ellos estaban dentro? Aquel lugar, con sus sótanos llenos de polvo, con sus víveres escasos, era el único sitio en el que me sentía segura. El Alcázar se convirtió en mi hogar, aunque oliera a pólvora y a sangre», aseguró una madre.
Los mandos, lejos de disuadirlas, lo permitieron. En parte porque no podían garantizar su seguridad en ningún otro lugar, y en parte porque entendían que su presencia reforzaba el sentido profundo de la resistencia. A partir de cierto punto, la defensa del Alcázar dejó de ser un hecho militar para convertirse en un símbolo. Y ese símbolo solo era posible si incluía a todos: hombres, mujeres, niños, familias enteras.
«Cuando estuve allí, no vi histeria ni caos. Vi madres calmas, entregadas, sirviendo a los heridos, manteniendo la disciplina en los sótanos, cuidando de los niños que apenas entendían lo que pasaba. La dignidad era total. Aquello no era un cuartel, era una patria en miniatura», reza otro de los testimonios de aquellos que resistieron en el Alcázar.
Una vez dentro, las puertas del Alcázar ya no se abrieron. Para quienes estaban allí, la decisión era firme y sin retorno. Durante 70 días, la vida en el interior se convirtió en una prueba extrema de resistencia humana. No solo por las bombas, el hambre y la sed, sino por la conciencia clara de que, si caían, no habría piedad.
«No fue necesario convencer a las mujeres de que se quedaran: ellas mismas, con una entereza admirable, afirmaban que su sitio estaba allí. Una de ellas, con su hija de apenas unos meses en brazos, nos dijo sin vacilar: ‘Aquí se queda mi esposo, aquí nos quedamos nosotras. Donde muera él, moriremos también’. No era resignación: era fidelidad».
Los primeros bombardeos destruyeron la planta alta del edificio casi por completo. La mina subterránea, que estalló el 18 de septiembre, dejó toneladas de escombros y convirtió el Alcázar en una ruina aún antes de su liberación. La mayoría de los civiles se refugiaron en los sótanos, las criptas, los pasillos cerrados con sacos terreros, entre polvo, humedad y oscuridad. Se organizaban compartiendo lo poco que quedaba. Cuando no había luz, utilizaban velas hechas con grasa rancia y tela. Cuando no había pan, mascaban raíces o trozos de cuero.
En uno de los sótanos, una madre se abrazaba por las noches a sus dos hijas pequeñas, mientras las ratas correteaban entre las piernas. Cuando sentía que alguna se acercaba demasiado, ofrecía su propio cuerpo para que la mordieran a ella y no a las niñas. No hay gesto más claro de amor ni símbolo más puro de la entrega silenciosa que sostuvo aquella gesta.
El Alcázar, minado, bombardeado, aislado del mundo, se convirtió en una especie de patria subterránea. No fue solo una resistencia militar, sino una afirmación de humanidad, de unidad familiar, de dignidad bajo el fuego. Y cuando finalmente, el 27 de septiembre, llegaron las tropas del general Varela, lo que encontraron no fue solo un montón de ruinas, sino una comunidad viva, exhausta pero en pie, que había decidido morir junta y había conseguido vivir con dignidad y honor.