Enrique Barrera Beitia
En algún lugar he leído que existen mujeres diaconas en territorio de misiones, y lo explican de tal manera que dan a entender que forman parte del clero. Como ustedes saben, el diaconado es un rango menor al de presbítero, y no pueden realizar determinadas actuaciones como confesar o celebrar el misterio de la transubstanciación o consagración de las hostias. Lo que la iglesia denomina diaconisas son mujeres que atienden funciones muy variadas, como hospitales, escuelas o comunidades marginadas, por lo que no son como el diaconado masculino, que con el tiempo cayó en desuso por la abundancia de presbíteros y la aparición de monasterios.
La actual crisis de vocaciones vuelve a poner en primer plano la recuperación de esta figura. El Concilio Vaticano II concluyó que cuando en algunas regiones no se pueda hacer de otra manera, actuará el diaconado como grado propio y permanente de la Jerarquía incluso si se trata de hombres casados o viudos, siendo los obispos los responsables de decidir mediante la imposición de las manos “ad ministerium”, es decir, no para ser sacerdote sino para ejercer de manera ministerial parte de sus funciones. Esto es así porque Benedicto XVI declaró que el diaconado habilita no sólo para difundir la Palabra y organizar la caridad, sino también para la liturgia y, salvo una interpretación errónea por mi parte, para determinados oficios religiosos en función de insuficiencias por parte del presbiterado.
El diaconado es pues una figura elástica y adaptable a las necesidades de la iglesia católica, y formaría parte del orden sacerdotal de la misma manera que, valga la comparación, un suboficial forma parte de la cadena de mando de un ejército, y aunque no forma parte de la oficialidad puede asumir las funciones de ésta en determinadas emergencias.
La cuestión es si esta recuperación se amplía a las mujeres, porque hay una corriente interna que pide dar ese paso argumentando que no violentaría el dogma si se confirmase que las diaconisas que existieron en los primeros tiempos del cristianismo cumplían las mismas funciones que sus homólogos, es decir, que hubieran sido ordenaciones sacramentales, y aquí se ha desatado una gran batalla de investigación histórica sobre las escasas y parciales fuentes que han sobrevivido. Las mujeres eran necesarias para entrar en ambientes femeninos cerrados, aunque sólo en el concilio de Calcedonia (451) encontramos indicios sobre sacerdocio femenino cuando trata del castigo contra las diaconisas que han incumplido sus obligaciones, pero como no son referencias claras, la mayoría de los estudiosos afirman que en los primeros tiempos de la iglesia las diaconisas no tenían funciones en el altar, aunque por pudor realizasen el bautismo a las mujeres adultas cuando el rito era sumergirlas desnudas en el agua.
La influencia indiscutible de Tomás de Aquino (1.224-1274) justificó el apartamiento de las mujeres del sacerdocio, cuando dijo que no podían ser obispos y presbíteros las mujeres, los niños, los privados del uso de razón, los discapacitados, los esclavos, los asesinos y los hijos ilegítimos. Su razonamiento de que el sacerdocio requiere gozar de legitimidad y autoridad es correcto desde un punto de vista antropológico, ya que es indudable que en aquellos tiempos la mujer estaba sujeta a la autoridad del padre o del marido, pero no se puede considerar un argumento cristológico basado en la revelación bíblica, ni siquiera teológico.
Abandonando estos prejuicios y sin necesidad de entrar en la ideología de género, es evidente que la mujer actual se ha librado de esas ataduras y que siendo un sujeto plenamente consciente que puede presidir países y multinacionales, el argumento del teólogo siciliano decae, porque además sería reconocer que el bautismo no pone en pie de igualdad a los bautizados, sino que consolida de entrada una discriminación por sexo.