José Manuel Otero Lastres
El día 31 de mayo de 2018, Pedro Sánchez candidato entonces a presidencia del gobierno de España por la moción de censura a Mariano Rajoy dijo, entre otras cosas, lo siguiente:
“Señorías:
La corrupción actúa como un sistema disolvente y profundamente nocivo para cualquier país. Disuelve la confianza en sus gobernantes y debilita en consecuencia a los poderes del Estado.
Pero también ataca de raíz a la cohesión social en la que se fundamenta la convivencia de nuestra democracia, si a la sensación de impunidad y a la lógica por la envergadura de sus hechos que están siendo investigados, la lógica respuesta lenta de la justicia, se une la capacidad de asumir las más mínimas responsabilidades políticas por los actores concernidos.
La corrupción merma la fe en el Estado de Derecho cuando vamos a sus anchas o no hay una respuesta política acorde a la necesidad del daño que ocasiona.
Y en último término, destruye la fe en las instituciones, y más aún en la política, cuando no hay una reacción firme desde el terreno de la ejemplaridad”.
Como ven estas frases se referían a la corrupción que Pedro Sánchez ponía en la órbita del partido popular. Venían, pues, a librarnos de la corrupción.¿Cualquier mente sensata puede decir que “ya no hay corrupción”, que la eliminaron los que venían a acabar con ella?
Cada uno puede pensar lo que quiera, pero para mí no solo no acabaron con ella, sino que la multiplicaron enormemente.
Y es que la corrupción es un acto de profunda putrefacción del sistema político para enriquecerse a los corruptos a costa de los ingresos públicos que pagamos los demás ciudadanos. Hay, en efecto, una descomposición de los principios que deben regir las políticas públicas y un acto de degeneración de la convivencia democrática.
Si pensáramos con la debida atención, hay que sostener que la corrupción es la forma más elaborada y no violenta de robar, dice Javier Benegas, en el periódico The Objetiv. Y añade que la corrupción es “una especie de impuesto revolucionario que algunos políticos parecen considerar legítimo para resarcirse del arduo trabajo de gestionar nuestros dineros”.
Sería un atrevimiento pensar que solo hay unos que tienen sentimientos, mientras que hay otros que no los tienen. Admito que todos somos distintos y que a unos les ha llegado la razón y a otros solo en parte. Pero pienso que cuando estamos en nuestra más completa soledad todos sabemos lo que está bien y lo que está mal.
Son nuestros principios y, salvo caracteres desestructurados, sabemos lo que está bien y lo que no lo está. Cada uno sabe lo que es suyo y lo que va adquiriendo honradamente a lo largo de su vida. De lo que no ha sido obtenido así es mejor no hablar.
Por eso tiene razón Benegas cuando dice que los “efectos de la corrupción no son un robo limpio y quirúrgico, sino un destrozo generalizado para alzarse con una parte del botín”. Y también cuando señala que la corrupción es un drama porque si hay gente que hace trampas, no hay nada (salvo los propios principios) que impide que no las hagan los demás.
Por eso añade que cuando hay “un sistema donde la corrupción no es la excepción sino la norma, destruye la confianza mutua, estimula el cinismo y convierte la resignación en el estado de ánimo de la mayoría”.
La corrupción no es sólo una pérdida económica. Es como dijo Pedro Sánchez (antes de disfrutar tan fuertemente del poder) «un mal que ataca de raíz a la cohesión social en la que se fundamenta la convivencia de nuestra democracia”.