Llovía en la que era la ciudad de la piedra y de la historia. Lugar donde el tiempo se perdía entre el presente pasado y el futuro, morada de las ideas perdidas y de los amores sin respuesta, de las llamadas a la batalla que nunca se han librado y de los corazones solitarios.
Las noches eran frías, noches de luna sin estrellas, de niebla y de frío que llegaba hasta el tuétano de los huesos, de enredaderas que trepaban por los recuerdos, envenenando a cada paso el rastro del sentimiento quemado por las llamas del atardecer.
Solo existía el silencio en las plazas, el ruido de las campanas, y los recuerdos sin vida que paseaban por las calles. El mundo gris y cenizo que gobernaba toda la nada. Luz. De pronto la mañana llegó tras el día del ocaso, y el blanco sucedió a la mortaja del atardecer.
Como la vida misma. Cuando te acuestas con lágrimas en los ojos, y el sol te arranca una sonrisa por la mañana, cuando piensas que todo es silencio, oscuridad y muerte, pero el sonido de la lucha te abre de nuevo las puertas del corazón