Lucas Molina Franco (*)
En octubre de 2018 tuve la inmensa fortuna de visitar la ciudad mártir de Alepo, la segunda urbe en población de Siria –después de Damasco, la capital–, junto a Augusto Ferrer-Dalmau, el pintor de Batallas. Muchos se preguntarán qué hacían tan lejos un pintor y un periodista de provincias, y en una zona tan caliente y con tantos intereses cruzados, pero este no es el momento ni el lugar de responder a esa pregunta. Como Galicia Ártabra me ha dado permiso para escribir de cuando en cuando, ya habrá tiempo de hacerlo en otra colaboración.
Pero sí quiero narrar una anécdota que allí me ocurrió y que desde hace un mes me da vueltas y me tiene
muy preocupado. En octubre de 2018 hacía poco más de un año que las tropas gubernamentales sirias –las del recientemente depuesto Bashar-al-Ásad–, con la ayuda de la Federación rusa –Vladimir Putin– habían tomado el control total de la ciudad después de cuatro años de intensísimos combates y destrucción casi total de la zona oriental de Alepo, destrucción de la que fui testigo presencial en toda su crudeza.
Uno de los lugares más bellos del barrio antiguo de Alepo es la Ciudadela, una fortaleza de origen medieval situada sobre una colina, declarada por la UNESCO en 1986, Patrimonio de la Humanidad. Allí, en el acceso al inmenso bastión defensivo, rodeados de edificios en ruinas que nos recordaban que la guerra acababa de pasar por aquel lugar, conocimos a Nizar, un hombre elegante, rozando la senectud, ingeniero de construcción y antiguo general del ejército sirio, que sería el encargado de actuar de anfitrión en nuestra visita a aquel impresionante lugar de historia milenaria.
Además de hablarnos –en ruso– del edificio, de su historia, de sus moradores, de sus hechos de armas y de los elementos constructivos del mismo, que lo habían hecho inexpugnable en algunas épocas de la historia, Nizar nos confesó que él era cristiano y que se había formado militarmente en los años 70 el oblast ruso de Kaliningrado –la antigua Königsberg germana, de la Prusia Oriental–. De hecho, toda nuestra conversación pasaba, inexorablemente por nuestro intérprete, un jovencísimo teniente primero del ejército ruso, de nombre Aleksei, profundamente enamorado de su novia –de la que no dejaba de hablarnos en todo el viaje–, y con la que en fechas próximas planeaba contraer matrimonio.
En lo más alto de la Ciudadela nos hicimos unas fotos y nos mostró la inmensidad de la ciudad –en la que viven más de dos millones de almas–. También nos contó cómo en Alepo y en toda Siria, las comunidades cristiana y musulmana habían convivido en paz durante muchísimos años, señalándonos un lugar cercano en el que pudimos distinguir perfectamente, una iglesia con la cruz en lo alto y una mezquita con su media luna, una al lado de la otra.
Nizar nos acompañó durante toda esa jornada, visitando distintos lugares de Alepo, ofreciéndonos su vehículo para desplazarnos y haciendo de amable anfitrión de su ciudad. Al pasar con el coche delante del gran hospital universitario, el sirio nos indicó que allí trabajaba su mujer como médico especialista, carrera que también había elegido una de sus hijas. Yo iba sentado a su lado, y aunque no le entendía, y tenía que esperar a que Aleksei tradujera al español las palabras que salían de su boca, me percaté que Nizar cuando nos hablaba de su Alepo y de su familia, tenía un tono de voz y una expresión que traslucía una absoluta melancolía. No puedo decir porqué, pero yo intuía en aquel hombre mayor, cansado y bregado, una inmensa desesperanza en el futuro de su país.
Ya entrada la noche, Nizar nos invitó amablemente a cenar en el restaurante de un amigo suyo, antes de llevarnos a nuestro hotel –nos alojábamos en el Al-Shahba, con habitación en el piso 21–. Y fue en la cena, sentados frente a frente, cuando le dije a Aleksei que le preguntara a Nizar como había vivido él y su familia la terrible experiencia del cerco de Alepo –entre 2012 y 2016– por los insurgentes sirios. Nizar me miró fijamente y empezó a hablar despacio. Aquella expresión que yo había intuido unas horas antes, cuando íbamos en el coche, la vi ahora frente a mí. Aleksei traducía al español, pero se entrecortaba, no porque no encontrara las palabras adecuadas, sino porque el propio Nizar, con voz temblorosa, también se entrecortaba y sus mejillas se iluminaban. Nizar, viejo cristiano sirio, general de Asad, marido de médico especialista y padre de dos hijas nos confesó que guardaba en su casa, desde los primeros días de 2012, una granada de mano siempre dispuesta. En el caso que los yihaidistas musulmanes intentaran cualquier cosa con él o su familia, habían decidido abrazarse los cuatro, y él tirar de la anilla de la granada.Terrible.
Pese a que no volví a tener contacto con Nizar (aunque él mismo me apuntó su teléfono en mi cuaderno de viaje), guardo en mi memoria su amabilidad con nosotros, su grandeza como cristiano viejo que amaba la convivencia entre todos los sirios y el inmenso amor a su familia.
Ahora entienden mi preocupación.
(*)-Lucas Molina Franco (Ferrol, 1965) es licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales, Doctor en Historia Contemporánea y director de la revista ARES Enyalius de Historia y actualidad militar.