¡Qué grande es la democracia! Permítanme que insista. Jornadas como la del domingo en Cataluña son una lección. Siempre es así, una lección detrás de otra cada vez que los ciudadanos acuden a las urnas, pero hay veces en las que esa lección lo es menos por esperable, y hay otras en las que, como ayer, nos llenan de estupefacción. Nadie se esperaba ese resultado, mucho menos quien convocó a los ciudadanos a las urnas buscando en ellos un respaldo mayor al que había obtenido dos años antes, pero los ciudadanos han entendido que había algo de engaño en esa jugada y han actuado en consecuencia. Los políticos no aprenden nunca, y cometen una y otra vez los mismos errores.
En 1995, Jacques Chirac ganó las elecciones a la Presidencia de la República francesa y nombró primer ministro a Alain Juppe, pero insatisfecho con el respaldo legislativo que tenía la coalición en 1997 adelantó la convocatoria de las urnas creyendo que los franceses le darían la mayoría absoluta. No solo no fue así, sino que las elecciones las ganó la izquierda y Chirac tuvo que cohabitar con el socialista Lionel Jospin como primer ministro.
Artur Mas convocó a los catalanes a las urnas pretendiendo de ellos una mayoría suficiente que le permitiera gobernar sin necesidad de apoyos de ninguna clase, y para conseguirlo recurrió al engaño de la independencia con el que ha buscado tapar los numerosos errores de su gestión de estos dos años al frente de la Generalitat. Se subió a la ola independentista y quiso liderarla al tiempo que mantenía una calculada ambigüedad que le llevó a trasladar una falsa imagen de Cataluña como estado independiente de la UE, pero sin llegar a romper del todo los lazos que la unen con España.
Pues bien, lo que ha ocurrido es que se ha pasado de una Cataluña mal gobernada, a una Cataluña ingobernable. Ese es el éxito que puede apuntarse Artur Mas, que no solo no ha conseguido su ansiada mayoría absoluta, sino que ha perdido doce escaños, complicándose sobremanera la vida para poder seguir gobernando los próximos cuatro años. ¿Qué ha pasado? Es bien simple: los ciudadanos le han dicho que puede quedarse con su proyecto independentista porque ellos están mucho más preocupados por salir de la crisis, y que no les puede seguir llevando por el camino de los recortes indiscriminados y la gestión desastrosa de las cuentas públicas; que basta de acusar a España de robar a Cataluña al mismo tiempo que se tiende la mano para que Madrid afloje la pasta del rescate; que ya está bien de engaños y mentiras, que los catalanes lo que quieren es vivir en paz. En definitiva, los ciudadanos han castigado a Mas porque ha gobernado mal.
El problema es que ahora el asunto se ha complicado, y de qué manera. En primer lugar, hay que ver qué ocurre de puertas para adentro, es decir, en la propia CiU, donde es más que probable que se pidan muchas explicaciones a Artur Mas por lo ocurrido. De hecho, si tuviera un mínimo de vergüenza, debería presentar su dimisión y con él toda la troupe de la vieja guardia pujolista que ha salido bastante mal parada del envite. Imagino que habrá tensión con el socio de la coalición, Unió Democrática, que se había sumado con escasísimo entusiasmo a las aspiraciones independentistas de Mas. Y de hecho, eso va a tener mucho que ver con el sentido de los pactos postelectorales, y es aquí donde personalmente creo que las cosas se le han puesto muy complicadas a CiU.
Un pacto con ERC es, para los convergentes, un pacto con el diablo, y más ahora que se ha demostrado que los catalanes verdaderamente independentistas prefieren al original antes que a la copia, de ahí que los republicanos hayan subido 11 escaños. En su día se acuso a José María Aznar de alimentar a los independentistas de ERC con un discurso anticatalanista; hoy se puede decir que Artur Mas ha hecho lo mismo por el otro extremo, de ahí que cualquier pacto con ellos solo tenga como consecuencia la muerte lenta de CiU. La segunda opción es pactar con un PSC que ha conseguido mantener el tipo pese a los desalentadores pronósticos, pero pactar con el PSC significa para CiU una alianza imposible desde el punto de vista de la política económica, y es evidente que ese vuelve a ser el asunto prioritario de la legislatura, y no la independencia. La última opción es el PP, con el que también sumaría CiU la mayoría absoluta, pero implicaría un ejercicio de humildad insoportable para Artur Mas.
En cualquiera de los tres casos, CiU está obligada a hacer importantes cesiones, muchas más de las que ha tenido que hacer hasta ahora. Dicho eso, quien tiene más fácil tender la mano porque es quien más puede ofrecer al candidato convergente es el Gobierno de Mariano Rajoy. El resultado de las elecciones devuelve cierta tranquilidad a un debate que se habría convertido en un problema serio de haber sido otro, pero no aleja el fantasma de la reforma del modelo territorial y de los problemas de financiación autonómicos, y es por ese camino por el que Gobierno central y Generalitat deben intentar volver a entenderse. Y a favor de ese entendimiento actúa una configuración del mapa político catalán que, lejos de haber visto aumentar las fuerzas del independentismo, han comprobado cómo estas se mantienen e, incluso, pierden algo de apoyo popular, mientras crece considerablemente el de los partidos que se sitúan del lado de la Constitución.
Mas acudió a estas elecciones con un lema: La voluntad de un pueblo. Pues bien, la voluntad del pueblo catalán es obligarle a dialogar para buscar soluciones a los muchos problemas que acumula Cataluña, y de los que parece haberse preocupado bastante poco.