José Carlos Enríquez Díaz
Nuestro obispo, Fernando García Cadiñanos, nos invitó este domingo a unirnos juntos a la inauguración del jubileo que se celebró en Ferrol en la mañana de este día 29 en la iglesia del Carmen con peregrinación hasta la concatedral para celebrar allí la eucaristía. «Os invito a que, durante el año, peregrinéis también personalmente, en familia, en comunidad… hacia alguna de nuestras cuatro iglesias jubilares: allí podréis degustar, como se establece, esta esperanza que nos lleva a la misericordia».
El año 2025 es un Año Santo Jubilar. Con una cadencia de veinticinco años, la Iglesia celebra esta tradición que tiene sus orígenes en la propia ley mosaica: en la sagrada escritura se invitaba a que cada cincuenta años se celebrase un año especial en el que la tierra, de la que Dios era el único propietario y que la había repartido justamente entre su pueblo, volviera al antiguo dueño, se perdonaran las deudas y los esclavos recuperaran la libertad. Era un deseo hecho institución de mantener en el pueblo de Israel una comunidad fraterna, donde todos tuvieran lo necesario para vivir y se recuperara la armonía primitiva de la creación.
El Año Santo Jubilar es un tiempo extraordinario de gracia que la Iglesia ofrece para renovar nuestra relación con Dios, con los demás y con la creación. Es una invitación a detenernos en el camino de la vida cotidiana para reflexionar sobre cómo vivimos nuestra fe, cómo construimos nuestras relaciones y cómo cuidamos del mundo que Dios nos ha confiado. En este tiempo especial, somos llamados a abrir nuestro corazón al amor y a la misericordia de Dios, que desea profundamente hacer nuevas todas las cosas y renovarnos en lo más íntimo de nuestro ser.
El Año Jubilar también tiene un sentido comunitario: es una llamada a compartir la alegría de la fe con los demás y a fortalecer los lazos que nos unen como hermanos y hermanas en Cristo. Nos invita a participar activamente en la vida de nuestra comunidad, a vivir el Evangelio de manera más auténtica y a comprometernos en obras de caridad que reflejen el amor de Dios. Es un tiempo para redescubrir el gozo de servir a los demás, especialmente a los más necesitados, y para renovar nuestra vocación de ser instrumentos de paz y reconciliación en un mundo dividido por tantas injusticias y conflictos.
En última instancia, el Año Jubilar es una oportunidad para vivir la experiencia transformadora de un Dios que no solo nos perdona, sino que también nos libera, nos sana y nos renueva profundamente. Es un tiempo para recuperar el gozo de vivir la fe, para reencontrarnos con la belleza de un Dios que siempre está dispuesto a acogernos con los brazos abiertos y para comprometernos en un camino de conversión que transforme no solo nuestra vida personal, sino también nuestras relaciones y nuestro entorno.
Que este Año Santo Jubilar sea para todos nosotros un verdadero tiempo de gracia, un momento para abrir el corazón a la acción renovadora del Espíritu Santo y para comprometernos con una vida más plena, reconciliada y en armonía con la creación. A través de este camino de renovación, que podamos redescubrir el gozo de vivir como hijos e hijas de un Dios que es Amor, llevando esa luz a los demás y trabajando juntos por un mundo más justo, solidario y fraterno.
La frase “La esperanza no defrauda” (Rom 5,5) resuena como un faro de luz en medio de las incertidumbres y desafíos de la vida. San Pablo, en su carta a los Romanos, nos recuerda que la esperanza no es un mero deseo o ilusión pasajera, sino una virtud profundamente arraigada en nuestra relación con Dios. Es una certeza que brota de la fe y que se alimenta del amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
La esperanza cristiana no se basa en nuestras fuerzas ni en las circunstancias externas, sino en la fidelidad de Dios, quien nunca falla. Es una confianza inquebrantable en que Él cumple sus promesas y camina a nuestro lado, incluso en los momentos más oscuros. Por eso, esta esperanza no defrauda; porque no depende de lo que podamos alcanzar o controlar, sino del amor infinito de Dios que nos sostiene, nos guía y nos renueva constantemente.
El amor de Dios es la fuente de esta esperanza. Como señala el apóstol, este amor ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que actúa en nosotros como consuelo, fortaleza y guía. En cada prueba, el Espíritu nos recuerda que no estamos solos, que Dios ha trazado un plan de salvación para nuestra vida y que nuestras luchas tienen un sentido en su designio eterno.
La esperanza que no defrauda no significa la ausencia de dificultades, sino la certeza de que Dios nos acompaña en ellas. En los versículos anteriores a Romanos 5,5, Pablo habla de cómo las tribulaciones producen paciencia, la paciencia virtud probada, y la virtud probada esperanza. Este camino nos enseña que la esperanza no es ingenuidad, sino una fortaleza interior que se forma y se afirma en la prueba, confiando en que Dios transforma todo para nuestro bien.
Cada sufrimiento que atravesamos puede ser una oportunidad para crecer en confianza y dejar que Dios actúe en nuestra vida. Así, la esperanza se convierte en un ancla que nos mantiene firmes cuando las tormentas de la vida intentan desbordarnos. No estamos solos; Cristo, que venció al pecado y a la muerte, nos asegura que con Él siempre hay una salida, una nueva oportunidad, una victoria.
Vivimos tiempos difíciles en el ámbito eclesial, tiempos que nos interpelan profundamente. La transmisión de la fe, una tarea que durante siglos se realizaba con naturalidad en la vida familiar y comunitaria, se ha vuelto compleja en un mundo cada vez más secularizado. La religión, que debería ser fuente de sentido y trascendencia, a menudo es desvirtuada, reducida a estereotipos o malentendidos que dificultan el encuentro con lo esencial: el amor de Dios manifestado en Cristo.
A estas dificultades externas e internas se añade la fragilidad de la comunión dentro de la misma Iglesia. En muchos casos, las divisiones, los desencuentros y las tensiones minan nuestra identidad como comunidad de fe. El mandato de Cristo, “Que todos sean uno” (Jn 17,21), se ve comprometido cuando el diálogo y la fraternidad ceden espacio a la indiferencia, las luchas de poder o las críticas estériles.
Sin embargo, estos desafíos, aunque dolorosos, son también una oportunidad para redescubrir nuestra misión y renovar nuestra confianza en Dios. La historia de la Iglesia está marcada por épocas de crisis que han sido ocasiones para el discernimiento, la conversión y el fortalecimiento de la fe. En este momento, estamos llamados a leer los “signos de los tiempos” con ojos de fe, a escuchar lo que el Espíritu Santo nos dice a través de estas dificultades y a buscar respuestas que no sean meramente humanas, sino profundamente enraizadas en el Evangelio.