Pedro Sande García
Siempre he creído que comer y alimentar eran verbos que tenían un significado diferente. La RAE me ha mostrado que ambos términos son sinónimos en la acepción de ingerir y dar alimento. Existe un significado para el término alimentar que yo aplicaba al ser humano y que la definición de la Real Academia, suministrar especialmente a un aparato la materia o la energía que precisa para su funcionamiento, me indica que vuelvo a cometer un error. Con todo el respeto por la RAE yo voy a seguir aplicando esta última acepción al ser humano y, de esta manera, hacer válida una afirmación que repetía mi suegro «comemos porque nos gusta, porque alimentados ya estamos».
La satisfacción que nos produce la actividad de comer, muy por encima de otras, creo que viene dada por ser un acto en el que se activan nuestros cinco sentidos: oído, vista, olfato, tacto y gusto. Si el olfato y el gusto parecen evidentes igual de importantes son el resto. «Comer con la vista», es algo que hemos oído y expresado en innumerables ocasiones. Un paseo por la parte de vieja de San Sebastián, visitando los templos culinarios donde se exhibe esa maravilla gastronómica que son los pinchos, es un auténtico placer para la vista, y es esa visión la que estimula nuestros glándulas salivales o dicho coloquialmente se nos hace la boca agua. Una mesa ordenada, sin estridencias ni barroquismos, con colores suaves y neutros, sin agobios por el exceso de vajilla y cristalería. Un lugar, tanto en nuestras propias casas como en una casa de comidas, que no dañe nuestra vista y por supuesto una presentación de las viandas que vamos a degustar que por sí sola despierte el apetito. Los platos atiborrados hasta el borde me generan desgana pero esto no significa que me gusten los minimalismos, tan de moda en la actualidad, donde es difícil catar la cantidad ingente de ingredientes que en algunas ocasiones son recitados por un opositor a registrador de la propiedad. En cuanto al tacto les voy a poner dos ejemplos, dos manjares que mi tierra, y la de muchos de ustedes, pone a nuestra disposición. Los percebes y las centollas. El tocar con las manos estos manjares, recién cocidos, produce una activación inmediata de las neuronas del hipotálamo. La satisfacción de extraer la suave carne de las entrañas de la centolla o la percepción que tiene nuestro tacto al abrir un percebe provoca una aceleración de nuestra apetencia que culmina consumando nuestro placer al ingerir dichos alimentos. Un último
ejemplo para el tacto está en la fruta. Imagínense unas uvas cuya piel tuviera el tacto de una lija o como caso extremo la sensación que produciría en nuestra cavidad bucal comer un kiwi sin pelar. Conozco quien se los come así, con piel y a mordiscos, y es un ser humano. En cuanto al oído me imagino que alguna vez les habrá pasado estar en un local mal insonorizado donde el habla se convierte en griterío, el caminar de los camareros, con un calzado inadecuado, parece una parada militar o cuando el ruido de las cocinas se convierte en una cacerolada. Por no decir la incomodidad de una música estridente o el horrible aullido de una o varias televisiones encendidas. Es una situación que sin duda entorpece el gozo de disfrutar de unos buenos manjares. La importancia del oído también
la podemos aplicar al sonido que se produce cuando masticábamos determinados alimentos, a mí me produce especial placer, me ocurre lo mismo que a mis perritos, el crujido de una manzana o de una zanahoria cruda al triturarla entre las mandíbulas.
Tenemos, utilizo la primera persona del pronombre personal ya que estoy seguro de que fuera de nuestras fronteras nadie lee mis crónicas, la suerte de vivir en un país que sin duda ocupa el liderazgo mundial gastronómico. No es un menosprecio a otras excelentes cocinas, tampoco es una exageración ni tampoco tiene que ver con un chovinismo que no practico. Hay argumentos que sustentan lo que acabo de afirmar.
Recorran con la vista todo nuestro país, de norte a sur y de este a oeste. La variedad de alimentos que nos podemos encontrar es difícil descubrirla en otro país. Y a esta diversidad de alimentos hay que añadirle las múltiples formas de elaborar un mismo producto, podemos encontrar muchos ejemplos con las diferentes formas de cocinar el pescado, las carnes, las legumbres, las verduras y así podría enumerar un sinfín de recetas para preparar las maravillas gastronómicas que nos ofrece nuestro país. Si a lo anterior añadimos la excelencia de los responsables de los fogones, desde las tradicionales casas de comida hasta algunos de los estrellados restaurantes. Para terminar con esta exaltación patria no puedo dejarme en el tintero la variedad de lugares donde podemos disfrutar del acto de comer. Empezando por nuestras casas, la importancia que para nosotros tiene la comida diaria es difícil encontrarla en otro país, y continuando con la multitud de bares, restaurantes, furanchos, casas de comidas, mesones, tabernas, cantinas y cafés.
Cuando llegué a este punto, en la redacción de esta crónica, me pregunté cuál era el objetivo que tenía cuando comencé a escribirla. Solo recuerdo que algo se activó cuando leí la última relación de restaurantes estrellados por la guía Michelin en el 2024.
Hace algunos años, ya han pasado bastantes, entre varios amigos fundamos un club gastronómico al que denominamos Club Bollinger, dedicándonos los fines de semana a cocinar en nuestras casas y tener invitados los cuales tenían que llevar una botella de champagne Bollinger. Empezamos con recetas sencillas y con el tiempo fuimos complicando nuestras elaboraciones hasta el punto de que cuando llegaba la hora de disfrutar los manjares estábamos agotados de llevar todo el día entre fuegos y cacerolas.
Allí fue cuando comenzó mi interés por los restaurantes estrellados visitando alguno de ellos cuando el bolsillo me lo permitía. Hace tiempo que perdí dicho interés ya que si en alguno de ellos pude encontrar la excelencia también la encontré en muchos otros que no tienen ninguna de las ansiadas estrellas, ni siquiera el objetivo de conseguirlas. Sin duda existen grandes profesionales entre todos aquellos chefs que cocinan o dirigen un restaurante estrellado, el problema es que muchos de ellos, problema aplicable a muchos otros que no tienen la anhelada estrella, han convertido su actividad en un ritual que nada tiene que ver con el acto de comer o de alimentarnos. Por supuesto que defiendo la evolución en la forma de elaborar los alimentos, en la forma de presentarlos y hasta en la forma de consumirlos pero creo que desde hace un tiempo muchos cocineros se han extralimitado o dicho en lenguaje coloquial se han pasado de frenada. Muchos chefs se han convertido en alquimistas introduciendo en sus recetas multitud de productos químicos, y hablo de los permitidos, cuyo objetivo es modificar, acelerar o exaltar las
condiciones de la materia prima. Me pregunto cuál es la razón de que en la carta de un restaurante no se incluyan todos los productos que contienen las viandas que nos ofrecen. ¿Por qué sí en los productos que compramos en un supermercado y por qué no en un restaurante? Y no solo hablo de la materia prima base y los condimentos y aderezos, hablo de sustancias como el alginato y el cloruro de calcio, el agar-agar, las gelatinas, los gasificantes, los emulsionantes, el azúcar carbonatado y toda la lista de espesantes y gelificantes. Todos estos compuestos, cuyo único objetivo es alterar las características naturales de la materia prima, convierten a los alimentos que vamos a
consumir en alimentos excesivamente procesados. En realidad creo que sería inviable, en alguno de estos restaurantes estrellados y no estrellados, indicar la lista de productos que contiene cada plato de la carta. No solo por los compuestos a los que me he referido anteriormente, el barroquismo en la multitud de ingredientes convertiría el acto de comer en una desafortunada y frustrante búsqueda de todos aquellos sabores que nos
recordaran a alguno de sus múltiples componentes. He visto que alguno de los platos que se cocinan en un famoso concurso televisivo contiene más de 20 ingredientes, sin contar la alquimia y la base. No es de extrañar que además se tengan que utilizar extraños artilugios que permitan acortar los tiempos, ya largos, de elaboración. No solo el
barroquismo ha llegado a los ingredientes de esta nueva cocina, en algunos casos la extravagancia de las presentaciones parece ideada por José Benito de Churriguera. O nos da miedo hincarle el diente, por no destrozar la obra del artista, o es imposible descifrar como introducirlo en la boca. Otra de las causas por las que también empecé a perder el interés de este tipo de restaurantes es por su desafortunada política de precios.
Parece que la técnica del escandallo para calcular los precios no está elaborada como un ejercicio económico basado en costes sino en algo más parecido a lo que utiliza la industria de la perfumería, el precio no se basa en el coste de la elaboración y de la materia prima sino en el posicionamiento comercial. Es cierto que muchos de estos restaurantes incurren en unos gastos elevados, no solo por la supuesta calidad de las materias primas sino por la cantidad de personal que trabaja en ellos. En muchos casos el número de trabajadores excede al número de comensales de un servicio lo que indica los elevados gastos que se deben repercutir en cada plato. Si el conseguir una estrella implica que hay que tener un camarero para servir el agua y otro para servir el vino, esto último me agobia de manera considerable, tener un ayudante de cocina para rociar con unas gotas de un líquido prodigioso o adornar con una diminuta hoja de algún extraño vegetal, parece claro que todos esos excesos serán repercutidos en la cuenta final. Lo curioso de todo ello es que muchos de esos trabajadores están en prácticas con nulas o muy bajas remuneraciones y con subvenciones que liberan de los costes de seguros sociales a las empresas de restauración. La historia de algunos restaurantes estrellados es una historia sembrada de grandes fracasos económicos o que requieren que sus propietarios tengan que recurrir a actividades alternativas como anunciar bancos, cervezas y alimentos, en este caso ultra procesados y de elaboración industrial, como pueden ser flanes, tortitas de pan o caldos preparados.
Creo que el ansia por conseguir y mantener una de las deseadas estrellas está desviando el mundo de la cocina y de la gastronomía hacia una actividad que nada tiene que ver con el servicio de dar de comer y que si tiene mucho que ver con un mundo de fuegos artificiales alejado de la realidad. El gran premio que se le podría dar a un lugar
donde su objetivo es dar de comer es calificarlo como casa de comidas.
Termino deseándoles que tengan una Feliz Navidad y un próspero año 2025.
Cuídense mucho.